La Rosa y el Cardo

Parte 6

El castillo de MacLeod era una fortaleza imponente y sombría, situada en lo alto de una colina, rodeada de bosques y montañas. Era el hogar de los MacLeod, uno de los clanes más antiguos y respetados de Escocia. Era el símbolo de su poder, su orgullo y su historia. Era el lugar donde el laird Duncan MacLeod había nacido, crecido y gobernado. Era el lugar donde lady Elizabeth MacLeod, su nueva esposa, debía vivir, adaptarse y obedecer.

Lady Elizabeth llegó al castillo al atardecer, después de varios días de viaje. Estaba agotada, sucia y hambrienta. Estaba asustada, nerviosa y triste. Estaba enfadada, resentida y rebelde. No le gustaba el castillo, ni el clima, ni la gente. No le gustaba su marido, ni su vida, ni su destino. Se bajó del carruaje y miró a su alrededor, con desdén y desprecio. Vio a un grupo de hombres armados, que la recibieron con una reverencia y una sonrisa. Eran los guerreros del clan, que la protegerían y la servirían. Vio a un grupo de mujeres vestidas, que la saludaron con una inclinación y una bienvenida. Eran las damas del clan, que la ayudarían y la acompañarían. Vio a un grupo de niños sucios, que la observaron con curiosidad y asombro. Eran los hijos del clan, que la admirarían y la imitarían. Vio a un hombre alto y robusto, que la esperaba con una expresión seria y fría. Era su marido, el laird Duncan MacLeod, que la conduciría y la dominaría.

El laird Duncan MacLeod se acercó a ella y le ofreció su brazo, con una cortesía forzada. Ella lo rechazó con un gesto de desdén, con una insolencia deliberada. Él la miró con una mirada de reproche, con una irritación evidente. Ella lo desafió con una mirada de desafío, con una provocación manifiesta. Él la tomó por la cintura y la levantó en brazos, con una fuerza brusca. Ella se resistió y le dio un manotazo, con una furia inútil. Él la ignoró y la llevó al interior del castillo, con una determinación implacable. Ella se resignó y se dejó llevar, con una humillación profunda.

El castillo era grande y oscuro, lleno de pasillos, escaleras, habitaciones y salones. Estaba decorado con tapices, armaduras, trofeos y retratos. Estaba habitado por sirvientes, criados, guardias y huéspedes. Estaba lleno de ruidos, olores, colores y sabores. Era un mundo nuevo y extraño para lady Elizabeth, que no sabía dónde estaba, ni qué hacer, ni cómo actuar. Era un mundo familiar y cotidiano para el laird Duncan MacLeod, que sabía dónde ir, qué decir, y cómo mandar.

El laird Duncan MacLeod llevó a lady Elizabeth a su alcoba, que era la más grande y lujosa del castillo. La dejó sobre la cama, que era amplia y cómoda, cubierta con sábanas de lino y mantas de lana. Le dijo que se aseara, que se vistiera y que cenara, con un tono seco y breve. Le dijo que lo esperara, que lo complaciera y que lo obedeciera, con un tono duro y claro. Le dijo que era su esposa, que era suya y que le pertenecía, con un tono firme y alto. Luego salió de la habitación, cerrando la puerta con llave, dejándola sola, asustada y furiosa.




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