La Rosa y el Cardo

Parte 10

Lady Elizabeth se despertó, con el cuerpo cubierto de sudor, el corazón latiendo con fuerza, la mente llena de confusión. Se dio cuenta de que su marido estaba a su lado, abrazándola, acariciándola, susurrándole. Se dio cuenta de que le había hecho el amor, que le había dado placer, que le había dado cariño. Se dio cuenta de que le había gustado, que le había respondido, que le había correspondido. Se sintió avergonzada, asustada, culpable. Se apartó de él, con brusquedad, con rechazo, con desprecio. Le gritó con rabia, con odio, con dolor. Le dijo que la dejara, que la soltara, que la olvidara. Le dijo que no lo amaba, que no lo quería, que no lo soportaba. Le dijo que era su enemigo, que era su opresor, que era su infierno.

El laird Duncan MacLeod se sorprendió, se enfadó, se entristeció. No entendía la reacción de su esposa, que le había parecido tan dulce, tan tierna, tan feliz. No entendía por qué le rechazaba, por qué le odiaba, por qué le hería. No entendía qué había hecho mal, qué había dicho mal, qué había sentido mal. Se sintió ofendido, humillado, rechazado. Se levantó de la cama, con dignidad, con orgullo, con frialdad. Le respondió con calma, con ironía, con desdén. Le dijo que no la obligaba, que no la ataba, que no la necesitaba. Le dijo que no la amaba, que no la quería, que no la deseaba. Le dijo que era su esposa, que era suya, que le pertenecía. Luego salió de la habitación, cerrando la puerta con fuerza, dejándola sola, llorando y arrepintiéndose.




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