Lady Elizabeth y el laird Duncan MacLeod se abrazaron, se besaron, se amaron. Se olvidaron de sus diferencias, de sus problemas, de sus rencores. Se recordaron sus semejanzas, sus virtudes, sus caricias. Se descubrieron sus secretos, sus miedos, sus sueños. Se sintieron unidos, se sintieron compenetrados, se sintieron completos.
Lady Elizabeth y el laird Duncan MacLeod se miraron a los ojos, y se dijeron lo que sentían, lo que pensaban, lo que querían. Se dijeron que se amaban, que se querían, que se deseaban. Se dijeron que se perdonaban, que se entendían, que se respetaban. Se dijeron que se necesitaban, que se apoyaban, que se ayudaban.
Lady Elizabeth y el laird Duncan MacLeod se tomaron de la mano, y se levantaron del arroyo, que seguía corriendo con suavidad y alegría. Se pusieron los zapatos, se arreglaron el vestido y el kilt, y se secaron el cabello y el cuerpo. Se sonrieron, se rieron, se besaron. Se dirigieron al castillo, que los esperaba con luz y calor. Se encontraron con Alice y el escudero, que los habían estado buscando con preocupación y alivio. Se saludaron, se abrazaron, se disculparon. Se unieron a los guerreros y las damas, que los recibieron con sorpresa y admiración. Se presentaron, se integraron, se respetaron. Se sentaron a la mesa, que estaba servida con comida y bebida. Se alimentaron, se brindaron, se celebraron.
Lady Elizabeth y el laird Duncan MacLeod se fueron a la alcoba, que era su refugio y su paraíso. Se quitaron la ropa, se acostaron en la cama, se abrazaron bajo las mantas. Se hicieron el amor, se dieron placer, se dieron cariño. Se quedaron dormidos, se soñaron el uno al otro, se amaron para siempre.