Lady Elizabeth y el laird Duncan MacLeod eran felices, eran duques, eran amantes. Vivían en el castillo de MacLeod, que era su hogar, su reino, su paraíso. Gobernaban a su clan, que era su familia, su pueblo, su orgullo. Se amaban con pasión, que era su fuego, su luz, su vida.
Lady Elizabeth y el laird Duncan MacLeod esperaban un hijo, que era su sueño, su esperanza, su bendición. Estaban emocionados, estaban nerviosos, estaban ilusionados. Querían que fuera un niño, que fuera fuerte, que fuera valiente, que fuera hermoso. Querían que se llamara Eduardo, que fuera su homenaje, su agradecimiento, su lealtad.
Lady Elizabeth y el laird Duncan MacLeod recibieron una invitación, que era un honor, una oportunidad, una sorpresa. El rey Eduardo les invitaba a su corte, que era el centro, el poder, la gloria. El rey Eduardo les quería conocer, les quería felicitar, les quería honrar. El rey Eduardo les tenía un regalo, les tenía una sorpresa, les tenía una trampa.
Lady Elizabeth y el laird Duncan MacLeod aceptaron la invitación, con respeto, con gratitud, con confianza. Prepararon el viaje, con cuidado, con prudencia, con ilusión. Partieron hacia Inglaterra, con una escolta, con un equipaje, con una sonrisa.
Lady Elizabeth y el laird Duncan MacLeod llegaron a la corte, con expectación, con curiosidad, con nerviosismo. Se presentaron ante el rey Eduardo, con una reverencia, con una sonrisa, con una palabra. El rey Eduardo les recibió con una sonrisa, con una palabra, con una mirada. El rey Eduardo les felicitó por su matrimonio, por su título, por su hijo. El rey Eduardo les hizo un regalo, les hizo una sorpresa, les hizo una trampa.
El regalo era un collar, que era hermoso, que era valioso, que era peligroso. El collar era de oro y perlas, que eran brillantes, que eran blancas, que eran venenosas. El collar tenía un broche, que era una rosa, que era una espina, que era una bomba.
El rey Eduardo le puso el collar a lady Elizabeth, con delicadeza, con elegancia, con maldad. Le dijo que era un símbolo, que era un recuerdo, que era un mensaje. Le dijo que era un símbolo de su amor, que era un recuerdo de su pasado, que era un mensaje de su futuro. Le dijo que era un símbolo de su traición, que era un recuerdo de su venganza, que era un mensaje de su muerte.
El rey Eduardo activó el broche, con un gesto, con un clic, con una risa. El collar explotó, con un estruendo, con un destello, con una llamarada. El collar mató a lady Elizabeth, con un dolor, con un grito, con una lágrima. El collar mató al hijo de lady Elizabeth, con un silencio, con un vacío, con una sangre.
El laird Duncan MacLeod vio la escena, con horror, con rabia, con dolor. Vio a su esposa, que era su vida, su amor, su todo. Vio a su hijo, que era su sueño, su esperanza, su bendición. Vio al rey Eduardo, que era su amigo, su aliado, su enemigo. Vio al asesino, que era su traidor, su rival, su verdugo.
El laird Duncan MacLeod se lanzó sobre el rey Eduardo, con furia, con odio, con sed de venganza. Le atacó con su espada, que era su arma, su honor, su justicia. Le hirió en el pecho, que era su corazón, su vida, su muerte. Le mató con un grito, que era su nombre, su recuerdo, su adiós.
El laird Duncan MacLeod se arrodilló junto a su esposa, con pena, con culpa, con desesperación. La abrazó con ternura, con cariño, con amor. La besó con dulzura, con intensidad, con entrega. Le dijo que la amaba, que la quería, que la deseaba. Le dijo que la perdonaba, que la entendía, que la respetaba. Le dijo que la necesitaba, que la apoyaba, que la ayudaba.
El laird Duncan MacLeod se quedó solo, con su dolor, con su culpa, con su recuerdo. Se quedó solo, con su castillo, con su clan, con su reino. Se quedó solo, con su esposa, con su hijo, con su amor.