La rosa y el tirano

Capítulo 1

Su espalda era inusualmente ancha, tanto así que Ginebra tuvo la impresión de estar contemplando un muro y no a un hombre. De forma discreta, se inclinó un poco más al frente para ver si lograba echar un vistazo al rostro del hombre que venía a pedir su mano, pero no tuvo éxito. Su escondite detrás del trinchero le hacía imposible vislumbrar otra cosa que no fuera la espalda de hombros formidables y definidos.

Iba a tener que aguardar a que la reunión concluyera para saber más acerca del individuo con el que su abuelo pretendía que pasara el resto de su vida.

Lo único que supo por cierto, era que la espalda solo era el comienzo de la enormidad del señor Schubert, todo el resto de él era igualmente inmenso. Sus piernas eran gruesas y firmes, sus brazos sólidos y fornidos, sus botas parecían del doble de las del hombre promedio y ya ni hablar de sus colosales manos.

Temerosa, Ginebra pensó para sus adentros que su abuelo pretendía casarla con un gigante. Entonces contempló su propio reflejo en uno de los tazones de plata, su menuda figura se estremeció ante su propia imagen. Su abuelo no podía estar pensando que ella haría una buena pareja con un hombretón como ese. A su lado ella se vería demasiado delicada, frágil; iba a ser como entregarle una rosa a un titán y esperar que no la despedazara.

—Muchas gracias, señor Cassar. No se arrepentirá de la decisión que tomó —dijo el señor Schubert estrechando la mano del abuelo con firmeza. Sus modos eran secos, su voz profunda y autoritaria. A Ginebra no le agradó en lo más mínimo.

—Eso espero —contestó el anciano tratando de igualar su tono de voz sin éxito.

El señor Schubert salió de la casa dando sólidas pisadas, confirmando en el corazón de Ginebra que genuinamente se trataba de un gigante.

—Ya puedes salir de tu escondite, pequeña ratoncita —dijo el abuelo con la mirada clavada hacia la salida.

Ginebra esbozó una sonrisilla. No tenía idea de cómo, pero su abuelo siempre terminaba descubriendo cuando ella espiaba sus conversaciones sin permiso.

Aunque a sus veintitrés años Ginebra sabía que escuchar conversaciones ajenas era de mala educación, el abuelo jamás se molestaba cuando lo hacía, al contrario, lo sabía tomar con humor.

Despacio, se incorporó para revelar su figura detrás del pesado mueble de madera.

—¿Qué quería ese hombre, abuelo? —preguntó sacudiendo la falda de su vestido marrón.

—Sabes bien a qué vino, su carta fue clara —dijo el abuelo secamente, dado que no apreciaba los rodeos—. El señor Schubert está interesado en hacerte su esposa.

—¿Cómo es eso posible? Ni siquiera me conoce, nunca nos hemos visto —replicó ella frunciendo el entrecejo.

—Él sí. Te vio en el Baile de las Rosas, dijo que tu comportamiento le complació.

Ginebra pensó en el baile, la última fiesta pública a la que asistió antes de que el mundo se volviera sombrío. Recordaba perfectamente cada minuto de esa noche, en especial porque ningún caballero la había sacado a bailar y había vuelto a casa sintiéndose la chica más fea de todo el reino.

Así que ese tal señor Schubert la había visto sin pareja, mirando hacia la pista de baile con cara de anhelo y no había tenido la decencia de invitarla a bailar; eso le decía todo lo que necesitaba saber acerca de él: Su carácter debía ser tan agrio como sus modos.

—Ese baile fue hace meses y hasta ahora es que se presenta. Es extraño por decir lo menos —dijo con una mueca insatisfecha.

—El señor Schubert es un hombre calculador, asumo que meditó largamente en el asunto antes de pedir tu mano. Además, no podemos culparlo por tener su atención en otras cuestiones —dijo el abuelo imprimiendo un tono lúgubre a sus palabras; Ginebra entendió de inmediato a qué se refería, no era necesario entrar en detalles.

—Tal vez no sea el tiempo de pensar en matrimonio —comentó ella con un suspiro.

—Al contrario, ratoncita. Creo que las circunstancias actuales hacen necesario que contraigas nupcias cuanto antes. Me alegra haberte conseguido un prometido tan respetable para tal fin.

—Por favor, no lo llame mi prometido, ni siquiera lo conozco —dijo ella con el estómago hecho un nudo.

—Lo conocerás, justamente me pidió permiso para llevarte a la cena de jubileo con el rey.

—¿Él está invitado? —preguntó con admiración involuntaria. No solo era que estuviera convidado a una cena con el rey, sino que además se le permitiera llevar a una invitada, eso solo podía significar una cosa.

—El señor Schubert es un Originario —confirmó su abuelo, asintiendo despacio.

Ginebra apretó los labios sin saber qué sentir al respecto. Los Originarios eran las familias que habían estado desde la fundación de reino, la elite más absoluta de Adenabridge. Aunque los Cassar eran de buena cuna, no podían compararse con los Originarios, ellos tenían todo el poder y el favor del monarca.

—Originario o no, me da mala espina —dijo contrayendo los brazos.

—¿Cómo puede darte mala espina si tú misma acabas de admitir que no lo conoces?

—Llámelo intuición.

—Pues tú intuición se equivoca, ratoncita. El señor Schubert es un buen hombre. Inteligente, de abolengo, te lleva algunos años, pero no demasiados, va rondando los 35. No solo reúne todas las características que esperaba en un marido para ti, las excede. En la cena comprobarás que caballero tan excelente es. Será una buena oportunidad para que te familiarices con él.




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