Los saltitos entusiasmados de Lorelei desentonaban por completo con el humor del resto de la gente que iba por la calle. Nadie más que ella mostraba alegría, era como ver un girasol en un pantano.
A Ginebra le causaba escalofríos pensar en lo mucho que la situación del reino se había deteriorado en solo dos años. Hacía no mucho tiempo, Adenabridge era un reino próspero, la gente se sonreía al pasar por la calle, los puestos en los mercados estaban rebosantes de mercancías. Ahora todos se comportaban huraños, los pocos vendedores que quedaban ofrecían malos productos a precios exorbitantes. Los constantes ataques del reino de Poria habían acabado con la alegría de la población, la amenaza de la guerra y el sadismo de los enemigos le habían arrebatado cualquier motivo para sonreír a la gente, el futuro se veía lúgubre para Adenabridge y todos eran conscientes de ello.
—Basta, las personas nos miran raro —dijo Ginebra prensando a su amiga del brazo.
—Lo siento, pero no puedo creerlo. ¡Vas a cenar con la realeza! ¡Qué afortunada eres! Además, irás del brazo de tu prometido, ¡Ay, qué envidia! —exclamó Lorelei sin poder contenerse.
—¡No lo llames así! Ni siquiera lo conozco —la reprendió Ginebra con el rostro sonrojado.
—Bueno, lo conozcas o no, vas a casarte con él, eso lo hace tu prometido —dijo Lorelei encogiendo los hombros.
—Eso está por verse, nada es seguro aún —dijo Ginebra, evasiva.
—Creí que tu abuelo ya había aceptado su propuesta —señaló Lorelei con expresión confundida.
—Lo hizo, pero… aún cabe que cambie de opinión —dijo Ginebra sin mirarla a los ojos.
—¡Pues esperemos que no lo haga! Gin, estamos por cumplir los 24, un poco más y nos empezarán a llamar solteronas. Yo que tú, me aferraba al compromiso con el señor Schubert con uñas y dientes.
Ginebra levantó el mentón, ofendida. Sabía que Lorelei decía la verdad, pero no dejaba de ser hiriente. Por costumbre, las damas del reino contraían nupcias antes de su cumpleaños número 21, pero ese no había sido el caso de Ginebra. Sus pocos pretendientes habían terminado desistiendo por su seriedad y su firmeza de opiniones; nadie deseaba casarse con una mujer adusta como ella habiendo tantas otras jovencitas complacientes de donde elegir. A Ginebra ya hacía rato que se le había pasado el tiempo habitual de conseguir esposo, pero no por eso sentía que debía tomar lo primero que se le ofreciera. En especial cuando en su corazón guardaba sentimientos por otro hombre.
—Tomar marido es algo que uno debe considerar con calma.
—Solo si te llueven las opciones, pero ese no es nuestro caso. Tú eres demasiado seria para atraer pretendientes y a mí me huyen cuando escuchan lo que se dice de mi familia. Dadas las circunstancias, yo tomaría lo que se presentara y tú debes hacer lo mismo.
Ginebra torció la boca, le apenaba la situación de su mejor amiga. A la familia Alwin la rodeaban varios rumores acerca de extrañas enfermedades hereditarias entre sus miembros. Aunque Lorelei era una joven saludable, eso no impedía que la gente siguiera especulando al respecto, lo cual mermaba el número de hombres interesados en ella. Dado que los pretendientes escaseaban, Lorelei estaba convencida de que debía tomar cualquier propuesta tan pronto como esta se presentara. Ginebra no estaba de acuerdo, pero sabía que debatir al respecto era perder el tiempo.
—Bueno, ¿vas a prestarme un vestido o no?
—¡Por supuesto! Sabía que algo bueno saldría de aferrarme a mis vestidos de noche. Mamá me llamó vana por no querer venderlos cuando las cosas empezaron a ponerse mal, pero ahora entiendo que los estaba guardando para que la mismísima realeza los viera…
Ginebra dejó de escuchar a su amiga en el instante que sus ojos se cruzaron con los del muchacho al otro lado de la plaza. Su corazón se iluminó al saberlo cerca.
Al fin se encontraban, llevaba días anhelando verlo.
—Corian… —susurró su nombre tan bajo que Lorelei ni siquiera se percató.
Corian le sonrió con esa sonrisa luminosa de dientes perlados que lo caracterizaba e hizo una discreta señal de saludo. Ginebra le correspondió disimuladamente. Nadie tenía idea de lo mucho que se querían. Era un secreto que ambos guardaban celosamente.
Corian Mendel era el hijo menor de un vendedor de perfumes; apuesto, de facciones finas y cuerpo esbelto, solo un par de años menor que ella y un par de centímetros más alto. No había cosa en Corian que Ginebra no encontrara fascinante, él era el dueño de todas su fantasías y sueños románticos. Desgraciadamente, la unión entre ambos era impensable.
En Adenabridge existían tres castas: los Originarios que eran la elite; los Libres que eran gente de buena cuna que, aunque contaban con ciertos privilegios, no llegaban a la altura de los Originarios; y los Comunes, que estaban hasta abajo en la escala social, sin privilegios ni consideraciones de ningún tipo.
Los Cassar eran Libres, en tanto que los Mendel pertenecían a la casta de los Comunes y, por lo tanto, el abuelo Aurel se oponía tajantemente a la unión. Si bien los casamientos entre castas no estaban prohibidos, las familias buscaban matrimonios que los ayudarán a subir de posición, no a bajar. A ojos del abuelo, era ridículo dar a su nieta en matrimonio a un muchacho enclenque de apenas 21 años cuando, además, había un Originario interesado en ella que podía darle protección y una mejor vida.