El señor Schubert no volvió de inmediato, de hecho, le tomó bastante tiempo regresar para avisarle a la gente que los Pors se habían ido. En cuanto se asomó por la puerta para dar la buena noticia, cientos de personas se precipitaron a la salida, desesperadas por escapar del encierro e ir en busca de sus seres queridos.
Ginebra fue uno de ellos, necesitaba con urgencia ir a casa y ver a su abuelo, también quería buscar a Lorelei y a Corian, comprobar si habían salido bien librados del ataque.
Una leve cojera alentaba su paso, su pierna izquierda estaba demasiado adolorida por la estampida que le había pasado encima como para andar con normalidad. Ginebra no dejó que eso la desanimara, solo podía pensar en ver a su abuelo y abrazarlo.
No había avanzado ni diez metros cuando sintió un tirón en el brazo que la sacó de entre el río de gente con el que iba. Al girarse para reclamar, Ginebra se topó cara a cara con el señor Schubert quien la tenía prensada con fuerza.
—Te ordené que no te movieras —bramó taladrándola con ojos color miel que combinaban con su cabello.
—Necesito… —al querer hablar, Ginebra se dio cuenta de que tenía el labio inferior partido y la boca hinchada.
—Si te doy una orden, debes seguirla sin excusas.
La dureza de sus ojos la aplastó, Ginebra sintió que la diferencia de tamaños entre ellos era aún más pronunciada de cerca. Si al verlo en casa del abuelo le había parecido que él le sacaba dos cabezas, ahora se habían vuelto 20.
—Suélteme, me está haciendo daño —dijo tratando de que su voz no sonara lastimera, pero era difícil imprimir fuerza en sus palabras cuando sus heridas apenas le permitían hablar.
—Primero di que entiendes. ¿Estoy siendo claro contigo? —la voz de por sí ya profunda sonaba ahora más como el rugido de un león.
En circunstancias normales, Ginebra habría buscado darle un rodillazo a la entrepierna y hubiera salido corriendo lejos de él, pero su sus piernas apenas lograban andar, sentía dolor en todo el cuerpo y estaba demasiado angustiada por su abuelo como para engancharse en una lucha de voluntades con un extraño.
—Sí, entiendo —cedió en voz dócil que intentaba ocultar la impotencia que sentía.
El gesto del señor Schubert se suavizó, aunque solo ligeramente.
—Ven, te llevaré a tu casa —dijo inclinándose hacia ella para cargarla.
—¿Qué hace? Yo puedo ir sola —exclamó Ginebra dando un paso hacia atrás, pero al hacerlo, el dolor de su pierna izquierda se acrecentó a tal punto que se dobló sobre sí misma.
De no haber sido por los brazos del señor Schubert deteniendo la caída, Ginebra se habría precipitado al suelo.
—Claramente no puedes. Te llevaré a tu hogar y me cercioraré de que te atienda un médico —sentenció mientras la alzaba.
Ginebra ya no tuvo orgullo para protestar, estaba demasiado avergonzada, además de adolorida a un extremo que jamás había experimentado. Inconforme, se dejó llevar en silencio, mientras que en su interior iba confirmando lo poco que le agradaba ese hombre.
Por la calle se veían cientos de cuerpos de personas que no habían logrado refugiarse a tiempo. Ginebra procuró desviar sus ojos, no iba a soportar encontrar a alguien a quien reconociera, sería demasiado duro. En su lugar miró al hombre que la cargaba. Su cabello castaño estaba ligeramente alborotado, tenía la barba partida y en su frente había una diminuta cicatriz de una herida que hacía tiempo había sanado. Era más apuesto de lo que ella había imaginado, pero lo que más destacaba de él era lo increíblemente varonil que era. Aun así, su buen aspecto no compensaba su mal carácter, pensó ella para sus adentros.
Aurel Cassar esperaba ansioso en el pórtico de su casa, alzando la cabeza para un lado y otro con esperanzas de ver a su nieta volver. Su anciano corazón saltó dentro de su pecho al ver a la distancia a Ginebra en brazos del señor Schubert.
A paso tembloroso y con ayuda de su bastón, Aurel intentó bajar los escalones de la entrada, pero sus pasos eran tan endebles que primero llegó Schubert con su nieta en brazos.
—Oh, ratoncita, ¿qué te hicieron esos malvados? —preguntó angustiado al ver el vestido rasgado y los magullones en la piel de su nieta.
—Esto no fue obra de los Pors, señor Cassar. Fue la multitud huyendo la que lastimó a su nieta —explicó Teodoro al tiempo que llevaba a Ginebra al interior de la casa y la colocaba sobre el sillón más largo de la estancia—. Estas no son épocas para que una joven respetable salga de paseo sola. Voy a solicitarle que no la deje salir más.
La petición se sintió como un puñetazo al estómago de Ginebra.
—¿Quién se cree usted para decir si puedo o no salir de mi casa? —protestó ella tratando de incorporarse.
A Schubert solo le tomó ejercer un poco de presión sobre el hombro de Ginebra para devolverla a su lugar.
—Guarda silencio, no me estoy dirigiendo a ti —ordenó en voz firme.
El enojo de Ginebra llegó al techo, este gigantón estaba muy equivocado si creía que iba a permitirle tomar decisiones sobre su vida.
—Es a mí a quien pretende encerrar —exclamó congestionada de furia.