La rosa y el tirano

Capítulo 4

El médico determinó que, más allá de numerosos moretones y magulladuras, el daño a Ginebra no había sido ni la mitad de grave de lo que pudo ser de no haber intervenido el señor Schubert a tiempo. Ni un hueso fracturado y ninguna herida que amenazara su bienestar a largo plazo. Lo único que faltaba para recuperarse era tiempo y reposo.

—Es una joven muy afortunada, debe sentirse agradecida de que el señor Schubert la haya encontrado a tiempo —comentó el médico en tanto que le tendía sus instrumentos al joven aprendiz que lo acompañaba.

—Sí, el señor Schubert resultó ser el héroe del momento —replicó Ginebra en un tono que casi sonaba a reclamo. Por supuesto que estaba infinitamente agradecida con el señor Schubert por haberla salvado de la turba histérica, pero odiaba sentir que estaba en deuda con él.

—Le dejaré unas hierbas que la ayudarán a apaciguar el dolor de los golpes —dijo el médico poniéndose de pie—. Walter, dale el frasco verde a la señorita Cassar.

El aprendiz se apresuró a cumplir con la orden. Se veía algo agobiado, como si le apurara en exceso no cometer ninguna falta. Rebuscó el maletín con nerviosismo. Ginebra hasta se sintió un poco mal por él y, cuando al fin encontró el frasco, le agradeció con un una pequeña sonrisa que de inmediato hizo doler sus labios.

—Ponga cinco gotas en su té, señorita —le indicó el aprendiz atropellando sus palabras.

—Son siete gotas, Walter —lo corrigió el médico—. Disculpe a mi aprendiz, señorita Cassar, aún tiene mucho que aprender.

—Seguro que algún día será un gran médico, señor.

El aprendiz le agradeció inclinando la cabeza tímidamente para casi de inmediato darse la media vuelta hacia la puerta llevando el maletín consigo.

El médico lo siguió fuera. A Ginebra se le encogió el estómago al ver el papel que llevaba en las manos. Una nota de cobro, se dijo a sí misma. Otra deuda que su abuelo no tenía forma de pagar.

Tras la visita del médico, Ginebra durmió durante horas entre sueños inquietos en donde soldados Pors se adentraban por las calles de su infancia y destruían todo a su paso. Entre sus propios lamentos escuchaba los gritos de su madre y su abuela. Al despertar, se sintió más agotada que al irse a dormir. Era imposible descansar cuando sus pesadillas eran tan vívidas.

Lo primero que hizo al levantarse de la cama fue mirarse al espejo, su labio estaba hinchado, al igual que uno de sus pómulos. No quería ni imaginar cómo estarían sus brazos y piernas, pero al menos todo quedaría borrado en unos días.

Con mucho dolor, se quitó el camisón y se colocó un vestido beige sencillo. Ropa simple era todo lo que quedaba, la guerra había mermado por completo la fortuna de su familia y ahora, sin su padre y su tío, su anciano abuelo no tenía los medios para poner a producir lo poco que les quedaba, por lo que el único medio por el que lograban subsistir era vendiendo sus pertenencias. Su casa ahora estaba vacía de adornos, pinturas y tapetes, nada que no fuera elemental permanecía. Ni siquiera a un solo miembro de la servidumbre habían podido conservar. Era difícil creer que hacía solo dos años Ginebra era la hija de una familia bien posicionada que vivía rodeada de comodidades. De esa existencia alegre solo quedaban vestigios y recuerdos.

Al estar lista, bajó lentamente las escaleras. No sabía ni qué hora era, pero sentía mucha hambre y su abuelo debía estar igual. Ahora que no contaban con cocinera, ama de llaves, ni ayuda de ningún tipo, recaía en Ginebra asegurarse de que hubiera comida en la mesa para ambos.

La casa estaba en silencio, el abuelo debía estar en la sala, la única estancia de toda la casa en la que aún se daban el lujo de encender la chimenea. Pronto se reuniría ahí con él con un plato de comida caliente.

Ginebra abrió la alacena, las provisiones que quedaban iban bajando rápidamente, un puñado de harina, unas cuantas patatas, algo de avena. Apenas les daría para comer un par de días más. Pronto tendrían que volver a aventurarse al mercado llevando lo que sea que les quedara para intercambiar.

Tomó un par de patatas del costal casi vacío, tal vez podía preparar una sopa.

¿Qué pasaría cuando todo lo que tenían se agotara?, pensó sombría, ¿morirían de hambre? Estaban solos, no había a quién pedir ayuda. Todas las familias que conocía estaban en condiciones similares, la guerra era una plaga que infectaba a todos a su alrededor. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Era mejor no adelantarse pensando en el mañana. De cualquier modo, no había mucho que pudieran hacer al respecto.

Su corazón saltó de una inquietud a otra en cuanto le vino a la mente la imagen de Corian. Aún no sabía si se había salvado del ataque Pors, la incertidumbre la estaba consumiendo, pero no tenía forma de enterarse. Gracias al gigantón, su abuelo no le iba a permitir salir de casa y sin sirvientes, no había a quién pedir que mandara un recado por ella.

Alguien empezó a tocar la campana de la entrada de forma insistente. Ginebra se apuró a atender el llamado, al menos tanto como sus piernas se lo permitieron. Su abuelo era tan mayor que prefería que no se levantara de su lugar más que lo estrictamente necesario; ella, aún lastimada, se podía mover con más facilidad que el anciano.

Al abrir la puerta se encontró con los enormes ojos verdes de Lorelei.

—¡Estás viva! —exclamó su amiga, arrojándosele encima para abrazarla.

Aunque a Ginebra también le llenó el corazón verla, no pudo evitar el quejido que escapó de sus labios cuando su amiga la estrechó.

—¿Te hice daño? —preguntó Lorelei dando un paso hacia atrás.

—No fuiste tú, acabé con algunas magulladuras tras el ataque —dijo con voz adolorida.

—¿Qué te sucedió? Te perdí de vista y no volví a encontrarte. Estaba tan angustiada por ti.

—Ven, entra —dijo Ginebra tomándola de la mano.

Lorelei la siguió al interior, sus ojos la recorrían de arriba abajo observando las señales de su malestar.




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