El estómago de Ginebra volvió a rugir. Tenía hambre, pero no podía hacer nada al respecto. Había tomado el desayuno hacía un par de horas y todavía faltaba un rato para el almuerzo, apenas les quedaba comida en la alacena, no se podía dar el lujo de tomar un tentempié.
Cómo añoraba los días en que podía comer hasta saciarse, cuando la alacena estaba colmada de alimentos y la cocinera llenaba de platillos recién hechos la mesa del comedor cada día. En ese entonces, las comidas eran un momento de alegría, los Cassar se reunían a la mesa a comer y a charlar, la escasez y la guerra no existían, la vida era más sencilla.
Ginebra no solo echaba de menos la abundancia, sino también tener a toda la gente que amaba junta. Antes de que comenzaran los ataques de Poria, su familia estaba completa, en casa se escuchaban risas, conversaciones y, su sonido favorito, los canturreos de su abuela mientras tejía en el salón de mujeres.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, siempre ocurría así cuando pensaba en lo que había perdido. Ginebra pestañeó para ahuyentar el llanto, nada ganaba lamentándose por el pasado. En su lugar, enfocó su atención a la ventana; en especial, al muro que rodeaba la propiedad.
Como no podía mantener correspondencia normal con Corian, desde hacía unos meses se dejaban notas ocultas entre los resquicios de las piedras que conformaban el muro de la propiedad Cassar. Ginebra odiaba actuar a escondidas de sus mayores, sin embargo, era el único modo que tenían para contactarse.
Llevaba un buen rato esperando verlo acercase, saber de Corian era lo único que podía levantarle el ánimo y necesitaba esa alegría con urgencia.
Para matar el tiempo y distraerse del hambre, Ginebra evocó el día en que Corian se ganó su corazón.
Era una tarde calurosa, su abuela acababa de fallecer tras una larga agonía causada por una flecha Pors y Ginebra se encontraba de un ánimo lúgubre. Su abuela era el tercer miembro de la familia en perecer y Ginebra sentía que su corazón iba a sucumbir ante tanta pérdida. Cansada de escuchar los llantos de su madre, Ginebra salió al pórtico y tomó asiento sobre la escalera de acceso, esperando que el sol le brindara un poco de calor. Entonces lo vio acercarse a pie, un muchacho delgado de cabello color chocolate cargando un ramo de rosas. Ginebra ya lo conocía, su madre era cliente asidua de la perfumería de los Mendel.
—Espero no ser impertinente, señorita, supe del fallecimiento de su abuela y quise venir a expresar mis condolencias —dijo Corian guardando su distancia.
—Gracias —dijo ella parcamente, sin levantarse.
—Le traje estas rosas —dijo tendiéndole el ramo—, las vi en el campo y me recordaron a usted.
Ginebra contrajo el ceño, huraña.
—¿A qué se refiere?
—Es que usted es elegante como una rosa. Hay otras flores que parecen más bonitas, pero no son tan fuertes, ni se alzan orgullosas sobre todas las demás. Las rosas son dignas, complejas… así es usted, la dama más elegante en cada lugar al que va.
No habituada a recibir cumplidos, Ginebra irguió la espalda, temiendo que le estuviera tomando el pelo.
—¿Y simplemente las vio y pensó en mí? —preguntó desconfiada.
—Bueno, en realidad no, debo confesar que yo pienso en usted todo el tiempo. No necesito unas flores para recordarla —admitió tímidamente—. La pienso tanto que tengo un cajón lleno de poemas que he escrito sobre usted.
—¿Escribió poemas sobre… mí?
—Así es, señorita. Por favor, no se ofenda por mis palabras, yo sé que usted está pasando por un duelo. Solo quería que supiera que tiene mi apoyo y… mi inquebrantable admiración —dijo Corian agachando la mirada.
Ginebra separó los labios, pero no supo qué decir. Jamás ningún hombre se había expresado así de ella. Por medio de sus conocidas, Ginebra sabía que existían caballeros que escribían poemas y hacían confesiones afectadas de amor, pero jamás lo había experimentado en carne propia hasta ese momento.
Por un instante, la tristeza en su vida se disipó, el calor que el sol no le estaba brindando, lo encontró en la forma del muchacho ante ella.
—No lo encuentro ofensivo. Yo… se lo agradezco —contestó con una emoción extrañísima naciendo en su pecho.
—Tal vez algún día acceda a leer alguno de mis poemas, ver si son de su agrado —propuso él.
—Suena encantador —dijo Ginebra asintiendo enfáticamente.
Ahora, muchos de esos poemas estaban guardados debajo de su colchón. Tanto los había leído que se los sabía de memoria, eran su consuelo en los momentos más duros.
¿Cómo podía el abuelo pretender que se casara con otro hombre cuando el amor de Corian la ayudaba a seguir resistiendo? Si tan solo pudiera él entender lo mucho que Ginebra necesitaba de Corian, no se opondría a su casamiento. Las castas significaban poco cuando ella encontraba en Corian la voluntad para vivir.
Ginebra salió de su ensoñación al notar movimiento en la ventana, por un segundo se ilusionó pensando que podía tratarse de Corian, pero de inmediato cayó en cuenta del error y su estómago se contrajo con desagrado.
Frente a la entrada principal, el señor Moritz descendía de su montura esbozando una sonrisa perversa. Hostigar a sus deudores le provocaba un gozo malsano, era su momento predilecto del día.