La rosa y el tirano

Capítulo 6

Cuando Lorelei llegó trayendo los vestidos para la cena, Ginebra tuvo la sensación de que ante ella había otra persona, no podía concebir que se tratara de su misma amiga de toda la vida.

Llevaba horas dándole vueltas a las palabras del señor Moritz sin saber cómo abordar el tema con Lorelei. Tantas veces había revivido la desagradable escena que a momentos ya no se sentía segura de si había pasado en realidad o si se trataba de un producto de su imaginación. Pero debía ser real, puesto que cada que se acordaba volvía a experimentar el mismo abismo en el pecho.

Necesitaba hablarlo, era imposible seguir adelante fingiendo que no sabía de su trato con Moritz. Lorelei era su mejor amiga en el mundo, no podía simplemente mirar hacia otro lado.

—Hablé con Corian —anunció Lorelei con una sonrisa de orgullo en el rostro—. Apenas ayer se presentó en la perfumería, estaba muy asustado por el ataque y no había querido salir de su casa antes. Hice lo que me pediste, le di tu mensaje y respondió que pronto te buscará, que tú ya sabes cómo lo hará… Eso significa que se han estado contactando en secreto, ¿verdad? ¡Bien guardado te lo tenías! Debiste haberme dicho algo antes… Oye, ¿por qué me miras tan extraño? —preguntó al notar su expresión.

—El señor Moritz estuvo aquí —soltó Ginebra con voz rígida.

—Oh, Gin, lo siento mucho. Ese tipejo es un pesado. Mi casa se volvía un caos cada que él iba a acosarnos. Qué odioso.

—Lo es, pero… su presencia no fue lo grave, sino lo que me dijo acerca de ti. Él mencionó un trato que hizo contigo.

Ginebra no necesitó decir más, la palidez repentina en el rostro de Lorelei le dejó saber todo. El señor Moritz había dicho la verdad.

—Por favor, Gin, no me juzgues —pidió agrandando los ojos con expresión perdida. Su sonrisa se borró para dar paso a una mueca contrita.

—¿Juzgarte? Es que ni siquiera puedo hacerme a la idea de que sea verdad —suspiró Ginebra—. Lo que dijo ese hombre fue abominable. No te imagino prestándote para un trato de esa naturaleza.

—La desesperación nos lleva a hacer cosas que jamás imaginamos —dijo Lorelei desviando los ojos.

—A ti y a mí nos educaron de la misma forma. Sé quién eres y cómo piensas. Se me hace impensable que hayas caído en las garras de ese pillo. Tú que siempre hablas del amor ¡Eres la chica más romántica que conozco! Si alguien se entera, tu reputación quedará estropeada de manera irreversible y no podrás casarte…

—¿Y qué cambiaría? De cualquier modo, ningún hombre me quiere, todos asumen que tengo mala sangre, que por mis venas corren decenas de enfermedades que pasaré a mis hijos. Además, ¿quién puede pensar en amor cuando la necesidad apremia?

Ginebra entendía las razones de Lorelei, pero no podía aceptarlas. Se rehusaba a vivir en un mundo en el que una joven respetable no tuviera otra salida que caer en el denigrante juego de un canalla. La vida no podía funcionar así, aún en medio de una guerra, debían prevalecer la decencia y los valores. Uno tenía que aferrarse a sus convicciones con los dientes si era necesario.

—Pero eres una dama, debes guardar el decoro, no puedes…

—Despierta, Ginebra, estos no son tiempos de damas y decoro —la cortó Lorelei exasperada—. Mi familia está en la ruina, no había forma de pagarle a ese asqueroso lo que le debemos. Papá falleció en batalla, mi hermano es un petardo que no puede llevar la casa. Los ataques de Poria no tienen para cuándo acabar y nosotros apenas estamos subsistiendo. Hice lo que era necesario para ayudar a mi familia.

—Estoy segura de que tus familiares no hubieran accedido si supieran…

—Mi madre fue la que lo sugirió —confesó mirándola con dureza—. Ella se ofreció primero, pero el cerdo Moritz tiene gusto por las mujeres jóvenes. Me quiso a mí y se negó a cualquier otra opción. Yo solo hice lo que mi madre me indicó.

—Pero… es que no es correcto —balbuceó Ginebra, perpleja—. Seguro que debía haber otro modo. Mira tus vestidos, pudiste venderlos…

—Eso se podía hace algunos meses, ahora ya nadie está comprando vestidos. No hay dónde venderlos, ni qué hacer con ellos. Las opciones son limitadas, hay que hacer lo que se necesite para resistir —se defendió Lorelei.

—¿Y la dignidad?

—No todos podemos darnos el lujo de tener una moral tan elevada como la tuya. Tú hasta te das el gusto de rechazar a un excelente candidato para marido. Es más, tal vez el señor Schubert es la razón de tu actitud, tienes la confianza de que él va a saldar las deudas de tu abuelo si se lo pides.

—Yo jamás lo involucraría en este asunto —enfatizó Ginebra.

—Pues deberías, porque va a ser el único modo de pagar. Eso… o seguir mi camino, por más abominable que te parezca —dijo Lorelei con amargura.

Ginebra negó con énfasis, simplemente no podía aceptar que ese fuera el único camino de subsistencia, el mundo no podía ser un lugar tan atroz en el que una buena muchacha se viera orillada a cambiarse por dinero.

—Júzgame si quieres, yo solo hice lo que era necesario —dijo Lorelei dándose la media vuelta para no encararla—. A mí no me va a llegar a salvar un Originario. Tú eres afortunada, aunque no lo sepas apreciar.

—Debiste pedir ayuda.




Reportar suscripción




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.