La rosa y el tirano

Capítulo 7

Su puño se cerró con tal fuerza sobre el papel que más parecía querer destruirlo que desecharlo. Un mohín apareció en el rostro de Ginebra al tiempo que arrojaba la carta a la basura.

Este era el sexto rechazo que recibía y todo indicaba que no sería el último. Sabía que conseguir empleo iba a ser complicado, pero no anticipó que sería tan frustrante.

Dado que tenía prohibido salir de casa, se le había ocurrido responder viejos anuncios de empleo de la gaceta de Adenabridge esperando que alguno aún estuviera disponible. Ginebra jamás había trabajado en nada, pero se sentía más que capaz para cuidar niños o una persona mayor, dado que ya cuidaba de su abuelo. Lamentablemente, todas las respuestas que recibía eran negativas. Nadie tenía los fondos para ofrecer un empleo en estos momentos.

Ginebra se hundió en su asiento, desanimada. Le daba terror que se cumpliera el plazo del señor Mortiz y que ellos no tuvieran forma de pagar la deuda. Sabía que aún el empleo mejor pagado de cuidadora no iba a ser suficiente para saldar lo que adeudaban, pero al menos sería un comienzo. Tristemente, su idea de encontrar empleo no parecía que iba a llegar a ninguna parte.

Por la ventana le llegó el sonido de un carruaje acercándose a la casa. Ginebra soltó un suspiro largo, había llegado la hora.

Resignada, se levantó de su asiento y salió de la recámara. El corazón parecía querer escapársele del pecho mientras bajaba las escaleras. No se sentía preparada para compartir tiempo con el señor Schubert, en especial en una celebración que incluía a la realeza.

Intentó tomar una respiración profunda para calmar sus nervios, pero el ceñido vestido de Lorelei se lo impidió; recordándole otro inconveniente en una velada que prometía estar llena de ellos. La ropa de Lorelei no le iba bien, no porque la talla fuera incorrecta, sino por el estilo tan distinto de ambas. Mientras que Ginebra solía vestirse en colores discretos y diseños conservadores, Lorelei amaba los patrones llamativos y los tonos exuberantes. A pesar de que había elegido el modelo más simple de entre las opciones que su amiga le había traído antes de la pelea, Ginebra tenía la impresión de ser una pieza en exhibición. Se sentía demasiado vistosa, sugerente a un punto que la incomodaba. El talle era ceñido y el escote pronunciado, Ginebra sentía que traía encima la piel de otra mujer. No obstante, los vestidos de Lorelei eran todo lo que tenía en ese momento y debía estar agradecida por ellos. Lorelei había sido muy generosa al prestárselos aún tras el disgusto entre ambas.

Ginebra sacudió la cabeza ligeramente para despejar sus ideas, aún no sabía cómo iba a enmendar la situación con su amiga y, por ahora, tenía una difícil velada enfrente que demandaba de toda su atención.

El señor Schubert ya la esperaba en el vestíbulo en compañía de su abuelo. Ambos hombres se giraron al escucharla acercarse.

—Ah, qué bella te ves, ratoncita. ¿No lo cree, señor Schubert? —preguntó su abuelo con una sonrisa cariñosa.

—Trae más escote del que es apropiado, pero supongo que puedo pasarlo por alto —dijo él secamente.

El comentario fue como azuzar la furia de Ginebra con un carbón candente. Schubert era un bruto sin filtros. No importaba que ella también sintiera que el escote era más bajo de lo que la hacía sentir cómoda, él no tenía derecho a hacer esas observaciones.

Iba a decirle lo que pensaba, pero entonces decidió callar. Que a él no le gustara el vestido era un buen comienzo. Pronto Teodoro se daría cuenta de que ella no era la mujer adecuada para él. Solo hacía falta que Ginebra hiciera un poco de énfasis en sus diferencias para que él desistiera del compromiso.

—La ratoncita normalmente es más modesta, el vestido se lo prestó una amiga —la justificó el abuelo.

—Pero a mí me encanta, creo que es bellísimo —mintió Ginebra, dedicándole una mirada retadora al señor Schubert—. Si pudiera, me vestiría así todos los días.

—Agradezcamos que ese no es el caso —replicó él, adusto.

—Por lo pronto, porque en cuanto tenga oportunidad, me mandaré a hacer un guardarropa lleno de vestidos como este.

—Ah, qué ideas, ratoncita —dijo el abuelo con cierto nerviosismo.

—Vamos, se nos hace tarde —dijo el señor Schubert ocultando una mueca inconforme.

Ginebra besó a su abuelo en la mejilla y siguió reacia al señor Schubert al exterior.

Al ver el carruaje que aguardaba por ellos, Ginebra no pudo contener su expresión de asombro. No era que el carruaje fuera especialmente ostentoso, puesto que no era así, lo sorprendente era el hecho de que contara con un cochero. En una realidad en la que la mayoría de las familias acaudaladas que la rodeaban habían tenido que deshacerse de toda la ayuda y los lujos, era de notar que alguien aún pudiera costear tener empleados. El señor Schubert debía ser tan importante como Lorelei le había dicho.

Sin grandes muestras de galantería, el señor Schubert abrió la portezuela para ella y la ayudó a subir.

Renuente, Ginebra tuvo que tomar su mano e ignoró el cosquilleo que el contacto con su piel le provocó. Se sentía cálido, su piel era más suave de lo que ella esperaba. Discretamente, sacudió sus dedos entre ellos para deshacerse de la sensación de su contacto.

El asiento del carruaje estaba recubierto de un acolchado de terciopelo rojo. Aunque no era nuevo, se conservaba en excelente estado.




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