La rosa y el tirano

Capítulo 8

El comedor real era inmenso, al menos sentaba a 70 comensales. Ginebra jamás había visto una mesa tan larga, ni siquiera sabía que existían.

A su lado izquierdo se encontraba Teodoro, tan enorme e inconveniente como era; a su derecha, había una elegante dama que debía estar rondando los 50 años. Su vestido era de un rosa brillante, en sus mejillas llevaba colorete del mismo tono, Ginebra la encontró tan llamativa como el candelabro de la entrada.

Al pasar sus ojos por la mesa, se dio cuenta de que casi todos vestían igual de llamativos. Colores brillantes, joyas exageradas y peinados exuberantes. Ella y Teodoro eran los de atuendo más adusto y eso que ella traía uno de los vestidos de Lorelei.

Al sonido de una campana, decenas de sirvientes entraron cargando pesadas bandejas que colocaron delante de la mesa. Ginebra abrió los ojos de par en par al ver su contenido. Cordero, pato, codorniz, cerdo, pastas, panes variados, espárragos, alcachofas, coliflor, zanahorias… Ginebra no recodaba haber visto comida tan variada hacía al menos dos años. Ante ella habían productos que se pensaban que ya no se conseguían más. Sin embargo, ella parecía ser la única impresionada por el generoso banquete, para el resto de las personas parecía ser un día más en su dieta habitual.

—Creí que el cordero se había acabado hace meses —susurró hacia el señor Schubert, sin tener a nadie más con quien compartir sus observaciones.

—Se acabó para la gente común, el rey mantiene sus propios animales —contestó él con naturalidad—. También cuenta con sembradíos privados, independientes a los del resto de reino. Los Pors no lo saben, así que no pueden atacar el suministro de alimento real.

Ginebra no pudo evitar contraer el entrecejo. La gente se caía de hambre en las calles y el rey producía tanto que podía darse el lujo de ofrecer banquetes suntuosos. No parecía justo.

—Los Pors han quemado kilómetros y kilómetros de tierras de cultivo y han matado a cuanto animal se les pone enfrente para dejar a Adenabridge sin alimento. Tal vez también valdría la pena proteger el suministro de comida de la gente común o no quedará reino sobre el cual gobernar —se quejó con una sensación de injusticia quemando su pecho.

—No eres la primera persona que lo hace notar. Ya otros se lo hemos sugerido al rey, pero él es de otro parecer —dijo él en voz contenida.

El señor Bruck, sentado al otro lado del señor Schubert, inclinó su cabeza hacia el frente.

—Ah, ya veo que tu prometida es de mente similar a la tuya, Teodoro. Ahora entiendo porque te gusta tanto —dijo dejándoles saber que estaba escuchando su conversación—. Es bueno tener opiniones fuertes, señorita Cassar, pero, dado que esta es su primera invitación al palacio, le recomiendo bajar la voz, al rey no le agrada la compañía de aquellos que señalan sus fallas. En especial cuando no los conoce.

El señor Schubert asintió, confirmando lo dicho por su amigo.

Ginebra hizo un gesto de que había comprendido. Por más que le pareciera mal lo que estaba viendo, nada ganaba ofendiendo al monarca del reino.

La gente comenzó a servirse de las bandejas con avidez. Aunque estaba indignada, Ginebra no pudo resistirse a comer también. Llevaba demasiado tiempo malcomiendo lo poco que lograban adquirir en el mercado, no iba a desperdiciar una oportunidad de saciarse. Incluso tenía deseos de guardar un poco en su servilleta para llevarle a su abuelo, pero el temor a que alguien se diera cuenta la detuvo.

La mesa estaba llena de conversaciones animadas, pero las voces que rodeaban al rey estaban especialmente avivadas. Maxim, a la cabeza, reía y brindaba con sus invitados en actitud relajada. Dado que Ginebra se encontraba en el extremo cercano al rey, le era fácil seguir la conversación que rodeaba al monarca.

—Hace una semana quise salir a pasear, pero como la guardia tardó en quitar los cuerpos de la plaza tras el ataque, fue imposible que mi carruaje pasara —se quejaba un hombre de peinado elevado y mirada petulante.

—Ya sé, qué inconveniente es que los Pors hagan de las suyas —se quejó la mujer de rosa al lado de Ginebra.

Algunas voces apoyaron la observación. Ginebra quedó perpleja ante sus comentarios. Ese día cientos de personas habían perdido la vida, Ginebra casi había sido una de ellos y la gente en esa mesa hablaba de inconveniencias y paseos; era como si estuvieran existiendo en otra realidad distinta a la de la gente de Adenabridge.

—Supongo que fue más inconveniente para la gente que tuvo que padecer el ataque en persona, ¿no lo cree, señora Vera? —señaló un hombre frente a ellos mirando a la dama con cierta ironía.

—Oh, señor Avery, me está haciendo quedar como vana y le aseguro que no es así —se defendió ella—, pero es que no podemos detener nuestras vidas solo porque los Pors están resueltos a fastidiarnos.

—Al contrario, eso es justo lo que debemos hacer. El pueblo sufre, nosotros deberíamos ser solidarios con ellos —intervino el señor Schubert.

Ginebra giró el rostro hacia él, complacida por su opinión. Al menos alguien se estaba mostrando considerado con el sufrimiento de la gente.

—Yo soy muy solidaria, señor Schubert. El otro día le regalé unas cuantas sobras a un niñito flacucho que se cruzó frente a mi carruaje. No sé qué más se espera de mí —dijo la dama alzando la barbilla.




Reportar suscripción




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.