El camino de vuelta a casa del abuelo Aurel fue silencioso. A pesar de que a Ginebra le habían agradado las opiniones expresadas por el señor Schubert, no soportaba su actitud autoritaria, el hecho de que quisiera controlar la ropa que usaba y las bebidas que consumía. Ginebra jamás iba a poder compartir su vida con un hombre tan controlador y cerrado, necesitaba encontrar el modo de terminar de una buena vez con este ridículo compromiso.
—Lo que dijiste sobre la comida fue atinado —expresó el señor Schubert tras casi veinte minutos de silencio—. Es grato saber que te interesas por el bienestar común.
—No me crea tan buena, señor. Resulta que yo soy una de tantos que está padeciendo la escasez de alimentos —replicó Ginebra sin mirarlo.
—Lamento escucharlo, pensé que tu familia estaba en una posición más holgada.
—Lo estábamos, pero cuando el comercio se vino abajo, también lo hicieron los ingresos de la familia. Después, papá y mi tío se enlistaron para luchar contra los Pors y… bueno, sucedió lo que sucedió —dijo Ginebra con humor sombrío—. No me quejo, sé que hay gente que está peor que nosotros.
—Son tiempos difíciles.
—No en la Corte… —señaló ella con acritud.
—El rey Maxim no escucha consejos, me temo que todos terminaremos pagado su insensatez.
—Habla como un insubordinado.
—De ninguna manera, yo soy leal al rey, pero eso no significa que apruebe todas sus decisiones —se defendió él—. Uno puede guardar lealtad sin caer en la adulación innecesaria. Tengo opiniones firmes acerca del mejor rumbo que conviene al reino y no temo expresarlas.
—No solo tiene opiniones firmes acerca del reino, al parecer las tiene acerca de una variedad de temas —dijo Ginebra replegándose más en el asiento.
—Es verdad, soy un hombre de convicciones. Ya te irás acostumbrando.
—¿Y si no quiero acostumbrarme?
En ese momento, el carruaje se detuvo frente a su destino.
—¿A qué te refieres? —preguntó él estrechando la mirada.
El aire dentro del carruaje se volvió pesado, Ginebra sintió que le era imposible respirar. Con urgencia, abrió la portezuela y salió de un brinco, tomando una enorme bocanada de aire en cuanto sus pies tocaron la tierra.
El señor Schubert salió tras ella, llevando consigo la densidad de su carácter.
—¿A qué te refieres? —repitió en voz más firme.
Era ahora o nunca, Ginebra se giró para encararlo.
—Usted me presentó como su prometida toda la noche, señor. De hecho, ha asumido que lo soy desde la primera vez que cruzamos palabra, pero jamás tuvo la atención de preguntarme si me quería casar con usted.
El señor Schubert echó la cabeza para atrás, casi como si pretendiera burlarse de sus palabras.
—No era necesario, la decisión no era tuya sino de tu abuelo y él aceptó con gusto.
—Pero va a casarse conmigo, no con mi abuelo, ¿acaso no le importa lo que yo pienso al respecto?
—Lo único que debes pensar al respecto es que esta unión te conviene —replicó—. Las personas con las que hablé te describieron como una joven sensata, confío en que entiendes las ventajas de ser mi esposa.
—Pues tal vez la gente le mintió y no soy tan sensata después de todo, porque no me quiero casar con usted. No me gusta que me diga qué vestir, qué beber, o si puedo salir de mi casa o no. Estoy acostumbrada a tomar mis propias decisiones y deseo que eso siga igual —declaró Ginebra con el corazón en la garganta—. Como ve, todo indica que usted y yo no haremos una buena pareja, lo mejor será dejar el asunto por la paz. Lamento haberle quitado el tiempo.
Aliviada por haber expresado lo que pensaba, Ginebra se dispuso a darse la media vuelta para entrar a su hogar, pero la mano firme del señor Schubert alrededor de su brazo la detuvo.
—Es una lástima que lo veas así, pero ya tendrás tiempo de tomarme cariño una vez casados —declaró con una calma escalofriante.
—¿Acaso no entendió lo que dije? ¡Yo no quiero ser su esposa!
—La que no entiendes eres tú. La boda va a suceder y sino crees poder ser una esposa adecuada para mí, descuida, encontraré el modo de educarte para que lo seas.
La amenaza le heló el cuerpo, provocando que sus piernas se debilitaran.
—La implicación de sus palabras es muy desagradable —dijo haciendo acopio de todo su valor.
—Más desagradable es que pretendas tomar atribuciones que no te corresponden. ¿Qué opinaría tu abuelo de que quieras romper el compromiso a sus espaldas? Seguro estaría desilusionado.
Ginebra agachó la mirada sintiendo una punzada de remordimiento. Desilusionado se quedaba corto para describir lo que iba a sentir el abuelo, pero el futuro que estaba en la línea era el de ella. Era injusto que su opinión no contara.
Sin saber cómo responder, intentó zafarse del agarre de Schubert sacudiendo el brazo, pero solo logró que él cerrara los dedos con más firmeza.
—Suélteme —exigió energética.
—Mañana vendré de visita, espero encontrarte con mejor disposición y ropa más recatada —dijo él antes de liberar su agarre.