La rosa y el tirano

Capítulo 11

La imagen de los costales de comida en la alacena no dejaba de atormentar a Ginebra. Cada que se acordaba de ellos se llenaba de culpa. El señor Schubert ya no solo le había salvado la vida sino que además estaba viendo por su subsistencia y la de su abuelo, la deuda que tenía con él era enorme. Le remordía la consciencia saber que no podía corresponderle y, peor aún, que estaba planeando encontrarse con el hombre que amaba a escondidas.

Schubert era un tirano controlador que deseaba dictar cada aspecto de su vida y Ginebra lo encontraba detestable, pero eso no quitaba que su proceder fuera incorrecto. El señor Schubert se estaba mostrando generoso con ellos en el entendido de que Ginebra iba a convertirse en su esposa, en tanto que ella buscaba la forma de cortar el compromiso para estar con Corian. Se estaba aprovechando de la generosidad de un hombre cuando no estaba dispuesta a darle lo que él deseaba a cambio. Él esperaba una esposa obediente y ella no pensaba cumplir el papel.

Ginebra censuraba sus propios actos y, a la vez, no tenía intención de cambiarlos. En su futuro se vislumbraban dos caminos: Ser la esposa sumisa del señor Schubert o ser feliz al lado de Corian. Sabía perfectamente qué futuro prefería y no pensaba renunciar a él, aun cuando debiera doblar un poco las reglas para conseguirlo.

—El señor Teodoro desea que pongamos fecha a la boda, ratoncita. Me lo dijo esta tarde al despedirse —comentó su abuelo mirando hacia la chimenea desde su silla—. Sé que aún tienes tus reservas, pero creo que convendría celebrar el matrimonio a la brevedad.

La piel de Ginebra se erizó debajo de la pesada manta que la cubría.

—¿Cuál es la prisa? —preguntó encogiendo las piernas contra su pecho.

—Piensa en lo que hizo hoy, ¿no es su generosidad un buen motivo para reconsiderar tu postura? —preguntó de vuelta el viejo.

—Una no puede obligar al corazón a sentir cosas que no siente —dijo sin mirarlo—. Además, no tengo cabeza para contraer matrimonio. Es mejor que nos concentremos en la forma de reunir el dinero del señor Moritz. En ese asunto sí hay prisa.

—Deja que yo me encargue de Mortiz. Fue mi error acudir a él, seré yo quien lo resuelva. Si quieres ayudarme, dale una oportunidad al señor Schubert.

—No estará pensando pedirle que él pague la deuda, ¿o sí? —preguntó Ginebra horrorizada, no queriendo acrecentar la deuda que ya tenía con su prometido.

—Hasta la insinuación ofende, ratoncita. Jamás haría tal bajeza. Yo encontraré el modo de lidiar con Moritz. Cuando venga, dialogaré con él para que nos conceda más tiempo. El señor Schubert no se verá involucrado en este penoso asunto y tú tampoco debes ya pensar en ello —dijo el abuelo tomándose del reposabrazos de su silla.

—Es imposible que no piense en ello, me aterra que nos pueda quitar la casa.

—Dudo que sea capaz de llegar tan lejos, ese hombre solo suelta amenazas para amedrentar. Estoy seguro de que lograré establecer un diálogo civilizado con él. Tú solo concéntrate en tu futuro, ábrete a la posibilidad de querer a tu prometido y, para mí, verte bien con él será lo mejor que puedas darme.

Ginebra suspiró, a ojos de su abuelo la ecuación era sencilla: el señor Schubert le proporcionaba protección, comida y una mejor posibilidad de supervivencia en estos tiempos tumultuosos. Sus sentimientos no importaban, que él fuera un tirano controlador tampoco, la única consideración eran las ventajas que Schubert traía a sus vidas.

Un pensamiento inquietante la hizo estremecerse: ¿era tan diferente su situación a la de Lorelei? La señora Alwin le había pedido entregarse al señor Moritz en un intento desesperado por subsistir. De Ginebra se esperaba que también se entregara a un hombre a cambio de ayuda para ella y su abuelo. Era innegable que había más dignidad en el caso de Ginebra, a ella se le estaba ofreciendo ser la esposa, no el desfogue momentáneo, pero en esencia ambas debían entregarse a sí mismas para sortear la adversidad actual.

El remordimiento le punzó el corazón, necesitaba ver a su amiga cuanto antes y decirle que lamentaba haber sido tan dura.

—Es hora de que me retire a mi habitación, estos viejos huesos necesitan descansar —dijo el abuelo poniéndose de pie—. ¿Te irás a la cama, ratoncita, o te quedarás leyendo un rato?

Ginebra suprimió la mueca de enojo; aunque quisiera, no podía leer, ese tirano gigantón se había quedado con su libro, el muy canalla.

—Solo un rato —mintió fingiendo una sonrisa dulce.

—No tardes, es malo desvelarse —indicó el abuelo encaminándose a la puerta.

Ginebra aguardó sobre su asiento, arrebujada debajo de la manta, en tanto que escuchaba al abuelo subir las escaleras y cerrar la puerta de su recámara. Después de eso, todavía aguardó un rato más sin moverse y hasta considerar que ya había pasado un tiempo prudente, se levantó y se dirigió despacio hacia la salida.

Normalmente, Ginebra creía en el respeto a los mayores y en no desafiar su autoridad, pero este era un caso extremo; el señor Schubert ya estaba presionando para poner fecha para la boda, el tiempo apremiaba.

De la forma más silenciosa posible, Ginebra se aventuró a la noche. El viejo sauce donde Corian la esperaba se encontraba a unos kilómetros de su hogar. Solo se habían visto ahí una vez antes, aunque en esa ocasión había sido a plena luz de día. Ahora era distinto, una cita clandestina a la medianoche comprometía la reputación de Ginebra de modo irreparable. Ella era penosamente consciente del riesgo que estaba corriendo, pero era necesario. Su futura felicidad dependía de ello.




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