El corazón de Ginebra no encontraba sosiego. Ser la esposa de Corian era lo que más deseaba y si además eso le salvaba la vida a su amado, era todo lo que podía pedir. Sin embargo, el amor a su abuelo no le permitía desobedecerlo con tanto descaro. Solo pensar en su decepción le partía el alma.
Estaba atrapada entre su sentido de lo que era correcto y lo que anhelaba su corazón. La cabeza le iba a estallar de tanto darle vueltas al asunto y, tras horas de tormento, no estaba más cerca de encontrar una respuesta de lo que estaba al dejar el viejo sauce.
Esta era la decisión más importante de su vida y no tenía idea de lo que iba a hacer. Solo había una persona a la que podía acudir para que la aconsejara, pero se encontraban en malos términos.
Necesitaba hablar con Lorelei, enmendar las cosas con ella y buscar su consejo para la titánica decisión a la que se enfrentaba. Si alguien iba a comprenderla esa era Lorelei. El problema era que no estaba en libertad de buscar a su amiga gracias al absurdo encierro impuesto por el tirano Schubert.
—Abuelo, ¿me da permiso de salir un rato? —preguntó entrando al salón tímidamente. Odiaba sentirse prisionera en su propia casa.
—¿Vas a pasear al jardín, ratoncita? —preguntó Aurel, bajando el libro que traía en sus manos.
—No, abuelo, quiero visitar a Lorelei, es importante que la vea —dijo ella acercándose un poco más a él.
—Oh, ratoncita, sabes lo que piensa tu prometido al respecto. Es peligroso que salgas.
—Por favor, diga que sí. No se lo pediría si no fuera muy importante —dijo ella tratando de contener en su voz lo frustrada que se sentía.
—¿Por qué no esperas a que venga ella? Ya la conocemos, suele llegar sin previo aviso.
—Es que no vendrá, está enojada conmigo… Por favor, déjeme ir. Seré muy breve, solo quiero hablar con ella unos momentos.
—La respuesta es no, ratoncita. Cambiemos de tema —concluyó él en actitud tranquila.
Ginebra apretó los dientes frustrada, sintiendo que si tuviera al señor Schubert enfrente sería capaz de darle un puntapié para desahogar su enojo.
En ese momento, escucharon la campana de la entrada principal.
—Tal vez es Lorelei que viene a reconciliarse —dijo el abuelo con una media sonrisa.
Ginebra no se sintió tan optimista, sabía lo orgullosa que era su amiga y dudaba que fuera a dar el primer paso para que se arreglaran.
Con desgana, caminó hacia la entrada principal. Su humor no hizo sino empeorar al ver que se trataba del señor Schubert.
—¿Qué hace aquí? —preguntó con el ceño fruncido.
—¿Es esa la manera de recibir a tu futuro esposo? —preguntó el de vuelta inclinando la cabeza hacia un costado—. Vengo a hablar con tu abuelo.
Ginebra comprimió los labios, desagradada, tenía deseos de cerrarle la puerta en las narices, pero no se atrevía a ir tan lejos. Renuente, se hizo a un lado para que él pasara y lo llevó hasta el salón.
—Ah, señor Schubert, qué gusto nos da su visita —dijo el abuelo sin levantarse de su silla.
—Usted es el único que parece pensarlo —dijo el señor Schubert mirando de reojo el ceño fruncido y los brazos cruzados de Ginebra.
—Disculpe a mi nieta, señor, está molesta porque desea visitar a una amiga. Al parecer, tuvieron una rencilla y desea arreglarse con ella. Ya sabe cómo se apegan las jóvenes a sus amistades —la justificó Aurel.
—Yo puedo acompañarte a verla —se ofreció el señor Schubert girándose hacia ella.
—¿Qué? —preguntó Ginebra, dubitativa.
—Si el motivo de tu enojo es no poder ver a tu amiga, yo te llevaré con ella.
—Ah, qué estupenda idea, señor Schubert. Es usted muy amable —exclamó el abuelo.
Ginebra abrió los ojos de par el par.
—Eh… no… eh… quiero decir… no quiero molestarlo, seguro que está muy ocupado con eso que debe hacer rondas y…
—Si lo estoy ofreciendo es porque no será una molesta. Anda, vamos de una vez, veamos si eso te pone de buen humor —dijo él señalando la salida.
—Pero…
—Querías ver a tu amiga, ¿no, ratoncita? El señor Schubert te está dando el modo, acepta y da las gracias —le aconsejó el abuelo.
Parecía indeciblemente injusto tener que agradecerle por algo que era culpa suya. Si no podía ver a Lorelei a voluntad era por el ridículo encierro que él mismo le había impuesto y ahora se hacía el generoso ofreciendo acompañarla. Sin embargo, sus opciones eran limitadas y realmente deseaba ver a Lorelei, sus ganas de estar con su amiga eran mucho más grandes que su aversión a pasar tiempo con su prometido.
—Gracias, señor —cedió con dientes apretados.
Tras despedirse del abuelo, ambos salieron de casa.
El aire se sentía fresco a pesar de que el sol brillaba con fuerza. Ginebra tuvo que entrecerrar los ojos para que el sol no la deslumbrara.
—Ven, te ayudo a subir —dijo él tomándola de la cintura para subirla a su caballo.
Con una facilidad sorprendente, el señor Schubert la alzó en el aire, sus manos eran tan grandes que sus dedos se tocaban entre ellos alrededor de la cintura de Ginebra.