Al acercarse a casa de Lorelei, Ginebra pensó en el modo de librarse de su acompañante para poder hablar con su amiga en privado unos momentos. Pero al llegar, se dio cuenta de que no necesitaba de ningún plan. La madre de Lorelei estaba tan honrada de recibir a un Originario en su hogar que acaparó su atención por completo.
—Señor Schubert, jamás imaginé que usted pisaría mi hogar. De haber sabido habría preparado algo de comer, ¿puedo ofrecerle una bebida? Aún tengo algo de licor de mi difunto marido… —iba diciendo ella mientras lo hacía pasar al salón de invitados.
Ginebra volteo los ojos, para ella lo único que el señor Schubert merecía que le ofrecieran era el agua en la que abrevaban a los caballos.
—¿Lorelei está en su habitación, señora Alwin? —preguntó a espaldas de ellos.
—Sí, ve —respondió la mujer haciendo un ademán para que los dejara tranquilos—. ¿Qué dice, caballero? ¿Gusta una copa?
—Gracias, pero no acostumbro beber licor —lo escuchó responder Ginebra antes de salir del salón.
Conocía la casa de su amiga a la perfección, había pasado demasiadas horas de su infancia entre esas paredes riendo y jugando. Al llegar a la habitación de Lorelei, llamó a la puerta con dos golpes suaves.
—Ahora no, madre, tengo jaqueca —escuchó que respondía ella en el interior.
—Soy yo… Gin —replicó tímidamente.
De inmediato, Lorelei abrió la puerta con expresión incrédula.
—¿Qué haces aquí? —preguntó en tono golpeado.
—Necesitamos hablar —dijo Ginebra con una mueca conciliatoria—. Me siento terrible por cómo quedamos el otro día. Sé que te hice sentir juzgada y quiero que sepas que…
—Ni lo intentes, Gin —la interrumpió, fríamente—. He pensado mucho en nosotras y llegué a la conclusión de que es mejor dejar morir la amistad.
—¿Qué? No puedes decirlo en serio, somos amigas desde que éramos unas niñas —dijo Ginebra, dolida.
Lorelei se encogió de hombros, como si eso no significara nada para ella.
—Eso lo hubieras pensado antes de tratarme de ese modo.
—Lamento mi comportamiento, estaba muy sorprendida —se justificó Ginebra—. Por favor, debes disculparme. Sé que estuvo mal, pero no podemos echar nuestra amistad a la basura por un malentendido.
—No fue un malentendido. De hecho, llevo tiempo pensando que esta relación carece de sentido. Lo que pasó en tu casa fue solo la gota que derramó el vaso. Me ayudó a ver que ya nada nos une.
—¿De qué hablas? Claro que hay cosas que nos unen. El cariño que nos tenemos, por ejemplo —balbuceó Ginebra con el corazón arrugado.
—Hay amistades que no están destinadas a durar toda la vida. La nuestra ya cumplió su tiempo —dijo Lorelei secamente—. En realidad, no somos tan cercanas como pensé; ni siquiera me tuviste la confianza para contarme que te seguías viendo con Corian.
Ginebra miró sobre su hombro, temiendo que alguien pudiera escucharla.
—Si no te conté fue porque sentía vergüenza, sabes que no suelo romper las reglas —se justificó.
—Lo sé y por eso mismo también sé que ahora cada vez que me veas pensarás que soy una meretriz. No pienso tolerar tus expresiones mojigatas cada que nos encontremos…
—Oh, no. Te equivocas, yo…
—Basta, no me interesa escucharte. Te digo que esta amistad se acabó. Por favor, no me busques más y, si alguna vez me quisiste, no le menciones a nuestros conocidos el asunto con Moritz —dijo Lorelei antes de cerrarle la puerta en la cara.
Ginebra quedó helada, sin poder creer que acabara de perder a su mejor amiga en el mundo.
Aguardó unos minuto de pie frente a la puerta cerrada, como esperando que Lorelei recapacitara y volviera abrir, pero eso no sucedió.
Al final, no le quedó opción más que volver a la sala en donde la madre de Lorelei seguía hostigando al señor Schubert con sus atenciones; era tan obsequiosa que parecía que incluso se le estuviera insinuando.
—Es usted un gran caballero, de esos hombres de los que el reino necesita cientos —iba diciendo cada vez más inclinada hacia él.
Al ver a Ginebra, el señor Schubert se puso de pie de un brinco con expresión aliviada.
—¿Ya terminaste? Vaya, qué presteza —comentó encaminándose hacia ella.
Irritada, la señora Alwin se giró hacia Ginebra.
—¿Tan rápido? Seguro que aún tienen mucho por charlar —comentó con la mirada ensombrecida.
—En realidad no, el asunto que venía a tratar era rápido —dijo ella esquivando sus miradas. Su corazón estaba afligido y no deseaba que ellos lo notaran.
—Señora Alwin, ha sido un placer. Le agradezco su gentileza —dijo el señor Schubert apresurándose a la salida.
Ginebra lo siguió cabizbaja y así recorrió los primeros metros del camino de vuelta. No deseaba hablar, solo quería llegar lo más rápido posible a casa y encerrarse en su habitación. Lorelei era una pérdida incalculable en su vida, no podía procesar que la amistad hubiera llegado a su fin.
—Por tu expresión asumo que no te arreglaste con tu amiga —comentó él mirándola de reojo. Ginebra torció la boca, dando entender que estaba en lo cierto—. ¿Puedo saber el motivo de la disputa?