La rosa y el tirano

Capítulo 14

El alivio que Ginebra sintió al acercarse a casa y saber que no tendría que pasar más tiempo en compañía del señor Schubert quedó anulado en el instante en que distinguió la figura de su abuelo en compañía del señor Moritz. Entonces su estómago se hundió hasta el suelo y, sin pensarlo, echó a correr en su dirección. Aún ni siquiera se cumplía el plazo y él ya estaba de nuevo fastidiándolos.

El señor Schubert no entendió la escena, pero emprendió la carrera junto a Ginebra de cualquier modo, asumiendo por su reacción que se trataba de un asunto de seriedad.

—¡Le di unos días más, viejo inútil, ahora págueme! —exigía el señor Mortiz en tanto que ellos se acercaban.

—Lo siento mucho, yo…

La respuesta de Aurel quedó a medias cuando Moritz le reventó una bofetada en pleno rostro al anciano.

Ginebra ardió de coraje y apretó el paso dispuesta a tomar represalias. Abofetearía a Moritz una y otra vez hasta que pidiera clemencia, no iba a estar en paz hasta verlo lloroso y suplicante. La ira le daría la fuerza necesaria para arremeter contra él y darle una lección. Sin embargo, Ginebra no tuvo ocasión de probar el poder que le daba el enojo, puesto que fue el señor Schubert quien llegó primero frente al prestamista.

Desenvainando su espada, Schubert se plantó entre el abuelo y Moritz, amenazándolo con el frío metal directo contra su garganta. La hoja hacía tal presión que un pequeño hilo de sangre comenzó a escurrir por el cuello de Moritz.

—¿Qué diantres significa esto? ¿Quién es usted? —preguntó Moritz ofuscado.

—Lo mismo pregunto y más le vale responderme de manera satisfactoria o lo va a lamentar —soltó Schubert imprimiendo ira en cada palabra.

—Estoy tratando un negocio que no le compete —se defendió Moritz dando un paso hacia atrás y levantando las mano en señal de paz.

—¿Su negocio incluye amedrentar a un hombre mayor? Debe ser usted un tipejo de tratos muy miserables —replicó Schubert con el rostro enrojecido de indignación.

—¿Cómo osa insultarme? Deje de meterse en donde no lo llaman. El señor Cassar me debe dinero y…

—Ah, es usted un sucio prestamista —concluyó Schubert—. Peor aún, pues el rey Maxim desprecia a los prestamistas. Podría arrestarlo en este momento, ¿qué le parecería pasar unas semanas en una celda?

—Oiga, no nos precipitemos —dijo el señor Moritz dando otro paso hacia atrás para poner distancia entre la espada y su cuello—. Yo solo le doy dinero a gente que se ve en necesidad, le hago un bien al pueblo…

—Sí, claro, un bien al pueblo con intereses exhorbitantes y luego los abofetea cuando no pueden pagar. Usted es un canalla despreciable y si vuelvo a verlo cerca de la familia de mi prometida le aseguro que va a arrepentirse.

El señor Moritz miró la ropa de Schubert con detenimiento, dándose cuenta por su forma de vestir que se trataba de alguien de rango en el reino. Luego miró a Ginebra con amargura, quien se encontraba al lado de su abuelo recuperando el aliento.

—Ah, así que vas a casarte… ya entiendo por qué estabas tan insolente la última vez que nos vimos…

De una zancada, Schubert se volvió a plantar frente a Moritz y presionó con más fuerza su espada contra su piel.

—No vuelva a dirigirle la palabra a la dama o le rebanaré el cuello, ¿entendió? Usted no es digno de hablar con una mujer como ella.

—Bien, entiendo —dijo Moritz casi sin voz.

—Váyase y más le vale jamás aparecerse por aquí. Crea en lo que le digo, soy un hombre al que no le conviene tener de enemigo —lo amenazó Schubert.

El señor Moritz asintió ofuscado y luego se dio la media vuelta para apresurarse hacia su caballo.

Ginebra lo vio cabalgar lejos entre contenta y mortificada. Le alegraba mucho haberse deshecho del truhán de Moritz, pero le avergonzaba que el señor Schubert supiera de la deuda. Peor aún, ahora también debían atribuirle a él el poder conservar su casa.

—¿Cómo podremos pagarle todo lo que hace por nosotros, señor Schubert? —preguntó el anciano apenas logrando articular las palabras. Su respiración estaba agitada y su rostro pálido.

Ginebra se inclinó hacia su abuelo, preocupada por su mal aspecto.

—Nada qué agradecer, yo…

Antes de que el señor Schubert pudiera terminar, Aurel colapsó al suelo apenas consciente.

—¡Abuelo! —exclamó Ginebra tratando de levantarlo.

Schubert llegó a su lado en segundos y la ayudó a levantar al anciano.

—Señor Cassar, responda —le pidió comprobando los latidos de su pecho.

—Abuelo, ¿qué tiene? —preguntó Ginebra en tono angustiado.

—Debe haberse agitado de más por el disgusto. Vamos a recostarlo —propuso Schubert—. Señor Cassar, tranquilo, todo estará bien —dijo en tanto que lo llevaba al interior de la casa.

Entre Ginebra y el señor Schubert llevaron al abuelo a su recámara, en donde intentaron ayudarlo pasando un paño frío por su frente. Poco a poco, la respiración de Aurel se fue acompasando y el color volvió a sus mejillas.

—Debe reposar, la visita de ese hombre lo alteró demasiado. Es mejor que lo dejemos para que duerma y se recupere —propuso el señor Schubert en cuanto el abuelo pareció más estable.




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