La rosa y el tirano

Capítulo 15

Dejar la nota aceptando la propuesta de Corian le provocó palpitaciones por todo el cuerpo a Ginebra. Y más aguda aún fue su reacción al recibir la respuesta de su amado en la que le indicaba que se encontraría con ella a la medianoche dentro de dos días para llevarla ante el oficiante para hacerla su esposa.

Los minutos para ese momento se le antojaba eternos, veía el sol moverse cruelmente lento por la ventana y se sentía agonizar.

Al menos los días de espera ayudaban a que el abuelo se repusiera del altercado con el señor Mortiz. Para Ginebra habría sido mucho más difícil dejarlo en un estado de salud delicado, pero en la espera, el anciano iba recuperando las fuerzas para poder resistir la noticia cuando Ginebra le dijera que se había casado en secreto.

Sabía que iba a decepcionar a su abuelo, incluso a romperle el corazón y la culpa la carcomía, pero peor sería vivir el resto de su vida siendo desdichada al lado de un tirano al que no podía amar.

Tras la larga espera, finalmente llegó el día, Ginebra pasó la tarde entera con una inquietud convulsa en el pecho. En unas horas se convertiría en la mujer de Corian Mendel, su vida ya no sería igual al siguiente amanecer.

Al ocultarse el sol, Ginebra tomó un bolso de cuero y metió unas cuantas pertenencias: un vestido de cambio, un peine, los poemas de Corian y un camafeo con la silueta de sus padres. Era todo lo que planeaba llevarse a su nueva vida como la señora Mendel. Habría también incluido su novela favorita, de nos ser porque el señor Schubert había decidido decomisársela. Pero ya no lo resentía, pronto ella estaría fuera de su alcance y él tendría que encontrar a otra joven vulnerable para controlar.

Con el equipaje listo y el corazón en la mano, Ginebra aguardó impaciente a que diera la medianoche. Bajó a cenar con su abuelo y luego lo acompañó al salón para sentarse juntos ante la chimenea; charló con él tranquila, como hacían cada noche, a pesar de que para ella el momento guardaba un fuerte sentimiento de melancolía, pues era la última vez que compartirían una velada así.

El abuelo se retiró a su cama a la hora habitual, entonces Ginebra aguardó sola el paso de los minutos.

Al acercarse la medianoche, tomó el bolso con manos trémulas y salió de su recámara. Sus piernas temblaban conforme cruzaba el pasillo. De forma involuntaria, se detuvo frente a la recámara de su abuelo, la puerta estaba entreabierta, Ginebra tuvo deseos de pasar a darle un beso de despedida en la frente, pero temió despertarlo. Tras una pausa larga, tomó aliento y siguió su camino a la planta baja.

De nuevo se detuvo en la puerta de salida, toda ella parecía gritar en silencio. Jamás en su vida había desafiado a sus mayores y ahora estaba al borde de cometer una falta inimaginable. Tenía la piel erizada y el estómago hecho una piedra.

Por un instante dudó, aún no era tarde para dar la media vuelta y volver a su habitación. Mañana el abuelo despertaría sin tener idea de lo que ella había estado a punto de hacer y la vida continuaría su curso, se casaría con el señor Schubert y seguiría siendo la jovencita obediente que siempre había sido. La idea resultó tentadora, fácil… excepto por un pequeño detalle: esa no era la vida que ella deseaba.

Haciendo acopio de toda su valentía, Ginebra se aferró al bolso de cuero y dio el primer paso fuera de la casa.

El viento nocturno le dio la bocanada de aliento que tanto necesitaba para seguir. De pronto, sus recelos se hicieron pequeñitos y pudo emprender la marcha con brios renovados. Corian debía estarla esperando en las inmediaciones.

Caminó por la senda de piedra que llevaba fuera de la propiedad, sus pisadas y el canto de los grillos eran los únicos sonidos que irrumpían la calma nocturna. Y, de repente, antes de siquiera llegar al muro que rodeaba el terreno de su casa, Ginebra escuchó el peor ruido posible: las campanas de la ciudad. La alarma que les dejaba saber que los Pors estaban aquí.

Sus nervios por la huída se transformaron en terror, quedó paralizada a medio camino aferrándose al bolso de cuero.

Miró sobre su hombro a la casa, necesitaba volver. No pensaba dejar al abuelo solo en medio de un ataque Pors.

En el instante que se disponía a dar la media vuelta, escuchó unos arbustos moverse. Trató de calmar su miedo diciéndose a sí misma que probablemente se trataba de Corian.

Al girarse en dirección al ruido, un par de enormes ojos marrón la miraron desde la oscuridad.

Ginebra ahogó un grito aterrado en el instante que el Pors se irguió de entre los arbustos con la espada desenvainada.

Sin pensarlo, Ginebra corrió hacia su hogar con toda la potencia de sus piernas. El Pors echó a correr tras ella, pudo escuchar sus pisadas persiguiéndola. Segundos después, más pisadas se le unieron. Eran varios soldados.

Apenas logró llegar a la puerta principal y echar el cerrojo en la cara de sus perseguidores. Ellos comenzaron a aporrear la puerta, sus golpes hacían eco por el vestíbulo y dentro del corazón de Ginebra.

Estaba tan asustada que deseaba hacerse un ovillo en una esquina y esperar a que desaparecieran, pero los Pors no se iban a ir, pronto derribarían la puerta y, si no eran capaces, romperían los cristales. Tenía segundos para actuar.

Con el miedo impulsando cada uno de sus movimientos, Ginebra corrió escaleras arriba hasta la habitación de su abuelo.

—Despierte, despierte, los Pors están aquí —exclamó sacudiéndolo.

El viejo abrió los ojos de par en par y trató de incorporarse torpemente.

—¿Dónde están? ¿Dónde están? —preguntó adormilado.

—Tratando de entrar a la casa —le explicó Ginebra en tanto que lo ayudaba a ponerse de pie.

En ese momento, se escuchó un gran estruendo en la planta baja. Los Pors habían derribado la puerta principal.

—Están dentro, debemos salir —susurró aterrada, jalando del brazo de su abuelo para que caminara más aprisa.




Reportar suscripción




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.