Fortaleza Blanca,
Frontera norte de Phalanthir,
Patio de Armas y Sala de Estrategia, hora tercera de la mañana
La Fortaleza Blanca no debía su nombre a la nieve, aunque durante nueve meses al año las cornisas de sus murallas se cubrieran de hielo. Lo recibía por la piedra misma con la que había sido levantada: un granito claro, casi lechoso, extraído de canteras cercanas y pulido hasta que reflejaba la luz como un espejo opaco. Vista desde lejos, la fortaleza parecía un dado gigantesco clavado en la llanura helada, vigilando el límite entre las provincias del norte. Desde la reforma decretada por Thaernys veinte años atrás, aquel bastión tenía una función muy precisa: servir de campo neutral de instrucción para los herederos de Phalanthir. Se celebraban allí, cada dos inviernos, los llamados juegos juveniles, una serie de pruebas militares, estratégicas y diplomáticas que el Alto Rey vendía como “fomento de camaradería” entre provincias. En realidad, eran un censo práctico de talentos: Eldarien tomaba nota de quién sabía mandar hombres, quién sabía mover líneas en un mapa y quién sólo servía para lucir seda en un salón.
Fue así que, en aquella mañana de cielo raso y viento cortante, el patio de armas de la Fortaleza Blanca se llenó de estandartes menores. Los colores de Darvelis flameaban junto a los tonos azules de Valthenor, las águilas de Lotharion rozaban las espigas doradas de Thiriandor. Cada delegación había traído a sus jóvenes más prometedores, acompañados de instructores vigilantes.
Kaeren Darvelion llegó con paso firme, envuelto en una capa gris ribeteada de piel. A su lado, el capitán Maeric Halvar, su instructor de campaña, mantenía el ceño fruncido mientras examinaba el recinto con ojos acostumbrados a medir distancias de tiro y ángulos de muralla. El patio era rectangular, con galerías porticadas a ambos lados y una torre central que albergaba la Sala de Estrategia, el verdadero corazón de aquellos juegos.
—Demasiadas entradas —murmuró Kaeren, más para sí que para Maeric—. Un enemigo decidido podría sembrar pánico desde tres flancos.
Maeric lo oyó, pero se limitó a responder con un gruñido de aprobación.
—No estamos aquí para sitiarla, muchacho. Hoy la fortaleza nos acoge. Recuerda lo que dijo el Duque: observa, aprende… y mide a los otros.
Kaeren bajó la vista un instante. Recordó las palabras de su padre antes de partir:
“No olvides que estos juegos son un mapa de carne. Cada joven que veas hoy será un posible aliado o enemigo cuando yo ya no esté.”
A eso se sumaba el comentario más seco de Tharen, pronunciado a puerta cerrada:
“Y recuerda que la Rosa de Valthenor estará allí. No le entregues nada que no lleve filo.”
Alzó la cabeza y dejó que el aliento helado le despejara la mente. En el centro del patio se erguía una tarima de madera. Sobre ella, un hombre de túnica blanca y capa azul, el Maestre de la Fortaleza, levantó un bastón con la empuñadura en forma de torre. Era Sir Varent Ilhor, antiguo general retirado por heridas, reciclado en anfitrión de aquel experimento pedagógico.
—Heredero de Darvelis —lo llamó una voz a su izquierda.
Kaeren giró. El estandarte de Valthenor avanzaba. Delante, rodeada por dos damas de compañía y un caballero de escolta, caminaba Elaerith Courtevan. La capa azul noche, guarnecida en plata, apenas lograba contener el movimiento de la seda negra del vestido que asomaba por debajo. No llevaba corona, pero el broche en forma de rosa de cuatro pétalos hablaba claramente de su casa.
Por un instante, Kaeren vio no a la niña de la danza obligada en Eldarien, sino a la joven que había mantenido la mirada en el centro de la rosa de mármol sin pestañear. Sintió la familiar punzada de irritación.
«Aquí también», pensó. «Como si el edicto necesitara recordarme su sombra en cada piedra del reino».
Elaerith, por su parte, respiró el aire helado con un ligero estremecimiento. La Fortaleza Blanca era muy distinta al Palacio de Aleshanth. Allí abajo olía a sudor, hierro y cuero; aquí arriba, a piedra fría y humo de antorcha. Observó el patio con mirada que no se dejaba distraer por las capas ni los estandartes. Contó los accesos, midió el número de guardias de la fortaleza y reparó en un detalle que cualquier cortesano habría pasado por alto: la cuerda que unía la torre central con la torre norte, una línea tensa sobre la cual colgaban pequeñas banderolas de colores. Era el sistema de señales internas. Aquella fortaleza estaba pensada para convertir noticias en decisiones con rapidez. Eso, a ojos de Elaerith, lo transformaba en un escenario político tanto como militar.
—Recuerda, hija —susurró a su lado Lady Velindra, su maestra de protocolo y escritura—, aquí no sólo se evalúa quién blande mejor la espada, sino quién entiende el lenguaje de órdenes y concesiones. Los juegos son una negociación disfrazada de entrenamiento.
—Lo sé —respondió ella, sin apartar la vista del estrado—. Y sé también que no estamos en Aleshanth. Aquí, si cometes un error, la nieve no lo tapa. Lo marca.
Fue entonces cuando Sir Varent golpeó el suelo con el bastón. El rumor se apagó.
—Hijos de Phalanthir —proclamó—. En nombre del Alto Rey Thaernys, declaro inaugurado este ciclo de juegos juveniles de la Fortaleza Blanca. El propósito declarado de estas jornadas es simple: fomentar la camaradería entre provincias. El propósito real… —una chispa de ironía cruzó su mirada—, es averiguar quién de vosotros ha nacido para mandar cuando ninguno de nosotros siga de pie.
Una risita contenida se propagó entre algunos jóvenes. Otros, más sobrios, no se permitieron el lujo de mostrar reacción.
—Las pruebas se dividen en tres ámbitos —continuó Varent—: resistencia, táctica y diplomacia simulada. Muchos de vosotros sabéis ya cómo tensar una cuerda de arco o cómo mantener una formación bajo viento adverso. Hoy, sin embargo, nos centraremos en algo más incómodo: trabajar con quien no habéis elegido.