La Rosa y la Espada.

Capítulo 7: El Valle de las Primeras Traiciones

Darvelis,
Sala del Consejo Menor,
tercera vigilia de la mañana

Kaeren Darvelion aguardaba de pie, junto al ventanal estrecho que daba hacia el valle, mientras en la sala se terminaban de acomodar los bancos y tablillas. La Sala del Consejo Menor no era el gran salón de audiencias donde su padre recibía embajadas y juramentos de vasallaje; era una estancia más estrecha, alargada, sin tapices, con las paredes de piedra desnuda. Allí no se hablaba de ceremonias, sino de raciones de grano, estado de los pasos de montaña, reemplazos de cascos y lanzas. El Consejo Menor era, en Darvelis, el órgano que manejaba el día a día del reino: lo formaban los capitanes de las guarniciones, el maestre de caminos, el intendente de graneros y uno o dos nobles de confianza que sabían leer cifras y no sólo portar espadas. Las grandes decisiones se tomaban en el Consejo Mayor, presidido por el señor de Darvelis; las que mantenían vivo al reino, en cambio, pasaban primero por aquella mesa rectangular de roble sin adornos.

Desde su puesto junto al ventanal, Kaeren veía el perfil quebrado de las montañas. La nieve había empezado a descender de las cumbres hacia las laderas altas y blanqueaba ya las primeras terrazas de cultivo. En el camino que serpenteaba hacia la fortaleza, una caravana de mulas avanzaba despacio; cada animal cargaba sacos marcados con el sello de Eldarien, la ciudad fronteriza que servía de mercado común entre las tierras de Darvelis y algunos enclaves menores de Phalanthir. El maestre de graneros, seguro, tendría algo que decir sobre esos sacos. Detrás de él se oían los pequeños ruidos previos a cualquier reunión: el roce de tablillas de cera que se apilaban, el chasquido seco de un sello de metal probando la calidad de la cera, las toses apagadas de los hombres que se sentaban, el chirrido inevitable de un banco que se arrastraba un dedo más allá de donde debía. Kaeren, sin embargo, no prestaba atención a ese murmullo habitual. Tenía en la cabeza otras voces, más bajas, escuchadas una hora antes en un corredor lateral.

«Dicen que el heredero mayor ha mandado cartas hacia el este…», había musitado uno de los escuderos mientras llenaba cubos de agua en el patio interior.

«No nombres al heredero en vano, idiota —lo había reprendido el otro—. No es asunto de establos lo que se discute en las salas altas.»

«Yo repito lo que oigo. Si los mensajeros de Lotharion suben por el Paso de Brumas y se les abre la puerta trasera, no seré yo quien diga que el viento ha cambiado en Darvelis.»

No habían advertido la presencia de Kaeren a unos pasos, al amparo de una columna. O quizá sí y simplemente habían confiado en que el rumor, una vez llegado a sus oídos, siguiera su curso natural; en un reino de montañas, las noticias subían y bajaban como las corrientes de aire. El nombre que no se había pronunciado, pero que ambos daban por sentado, era demasiado obvio: Tharen.

Tharen Darvelion, el hermano mayor. El destinado, desde niño, a llevar la corona de hierro oscuro de Darvelis. El que se había quedado en la fortaleza mientras Kaeren bajaba a la Fortaleza Blanca para los juegos. El que siempre había sabido hablar en las mesas largas con un tono medido que tranquilizaba a los viejos vasallos. El que, de un tiempo a esta parte, parecía pasar más horas en la torre de archivos con el maestre de cuentas que en los patios de armas.

Kaeren se obligó a apartar la mirada del valle. Si dejaba que los rumores de escuderos le marcaran el pulso, estaba perdido. En Darvelis, el rumor era una moneda de curso diario: nacía en las cocinas, ascendía a los barracones, entraba a hurtadillas en las salas de guardia y, a veces, conseguía colarse en los consejos. Lo que distinguía a un comandante maduro de un joven imprudente era aprender a separar ruido de advertencia. El sonido de pasos más firmes en el corredor anunció la llegada de los últimos miembros del Consejo. El maestre de caminos, un hombre bajo y ancho de espaldas, dejó su capa húmeda sobre un clavo junto a la puerta. El intendente de graneros depositó una bolsa de tela llena de fichas de madera en la mesa; cada ficha representaba, en las discusiones, una carreta de grano o un lote de sal. Los dos capitanes de las guarniciones principales —la de la propia fortaleza y la de los pasos orientales— tomaron asiento a la derecha, dejando un lugar libre para cuando Tharen decidiera bajar de la torre. La silla al fondo de la mesa, ligeramente más alta, permanecía vacía: estaba reservada para el señor de Darvelis, que solía entrar cuando las cuestiones menores ya habían sido expuestas.

Kaeren se apartó del ventanal y se sentó a mitad de la mesa, en un lugar que se había ido ganando a fuerza de informes militares precisos. No era miembro pleno del Consejo Menor, pero su padre había considerado útil que estuviera presente en las discusiones en las que se cruzaban rutas de suministros y movimientos de tropas.

Un comandante que no entiende de raciones sólo sabe ganar batallas cortas”, solía decirle.

El maestre de caminos carraspeó. Tomó una tablilla de cera, miró al conjunto de presentes y comenzó sin rodeos:

—Los derrumbes en el Paso de Piedra Hundida siguen bloqueando la ruta norte. Las caravanas hacia Eldarien deben usar el camino del valle, el de más abajo. Eso alarga en dos días cualquier trayecto pesado.

El intendente de graneros levantó una ficha de madera.

—Dos días más de ración por hombre y por animal —indicó—. Si no reducimos la frecuencia de los transportes, los graneros de la fortaleza bajarán de la línea segura antes de que acabe el invierno.

Kaeren escuchaba, pero una parte de su mente seguía pendiente del asiento vacío de Tharen. El mayor solía llegar puntual a aquellas sesiones. A veces incluso las abría, presentando él mismo el estado de las cuentas y las relaciones con Eldarien. Aquella ausencia inicial, aunque aún no fuera tarda, sumaba un pequeño peso a la bola de sospecha que empezaba a formarse en el estómago de Kaeren.




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