En unas tierras muy remotas, adornadas por el manto blanco de la nieve, vivía una mujer de largos cabellos, tan hermosos y brillantes como los rayos del sol al amanecer. Aquella mujer, llamada Brigid, tenía un hijo a quien amaba más que nada. El niño era Ruadán y dedicaba sus días a jugar por los bosques, al pie de las montañas y a cuidar de sus ovejas, con quienes compartía una profunda amistad.
Cierto día, al volver de los bosques, Ruadán se encontró con que su madre le tenía una noticia. Fraid, la oveja favorita del niño, estaba por dar a luz a su primer corderito y como se acercaba Imbolc, una festividad muy especial para su madre, ella la llevaría para que tuviera a su cría en lo alto de la montaña, donde las luces sagradas tocaban las puntas nevadas. Su madre hacía aquel viaje cada año, pero dado que esta vez se trataba de su oveja favorita, llevaría a Ruadán por primera vez con ella.
Lleno de emoción, Ruadán preparó todo para el viaje, guardó comida y abrigo para el frío, buscó sus botas y todo lo que pensó que podía necesitar. Al siguiente día, él y su madre partieron, llevando a la oveja con ellos.
Los caminos que debían pasar eran muy interesantes para Ruadán, pues nunca había ido más allá del bosque al pie de la montaña. La nieve empezaba a derretirse y los árboles pronto comenzarían a florecer y a llenarse de hojas, un espectáculo que llenaba de ilusión el corazón del niño.
A Brigid, por su parte, este viaje le traía muchos recuerdos. Cuando era niña, su padre siempre viajaba cada año a la cima de las montañas más altas, decía que debía ir y celebrar el Imbolc, pues el invierno había terminado y la primavera llegaría pronto. Cuando ella tuvo la suficiente edad, empezó a acompañar a su padre en aquel viaje y cada año esperaba el Imbolc con mucha ilusión.
Los caminos aún estaban adornados con nieve, pero el sol brillaba con intensos rayos dorados, se iba fortaleciendo y subiendo cada vez más alto en el cielo, así es como Brigid sabía que era tiempo de partir.
Su padre le había enseñado mucho en todos aquellos viajes, había aprendido a conocer las montañas y subir por ellas, buscando las mejores rutas. Había aprendido a guardar la comida y a mantenerse caliente haciendo fuego, eso era lo más importante, pues la noche era oscura y el fuego era lo único que podía traerle luz. Así como ella había aprendido de su padre, ahora era su turno de enseñarle a su hijo.
Ruadán era muy hábil e inteligente, aprendió rápidamente a hacer fuego y junto a su madre recolectaba leña para mantenerlo encendido. Cuando llegaran a su destino, Ruadán también encendería el fuego, luz en la tierra para saludar a las luces sagradas que aparecerían en el cielo.
Por el camino, debían cuidar a Fraid, pues debía alimentarse bien y mantenerse con energías para el momento de dar a luz. La oveja siempre seguía a Ruadán y él estaba siempre pendiente de su lanuda amiga.
Ver a Ruadán y a Fraid, hacía que Brigid pensara en su primer viaje. Al inicio, no entendía por qué había que ir tan lejos para que la oveja tuviera a su cría, pero su padre, muy sabio le había explicado que las ovejas que nacían en la cima de las montañas, bendecidas por la luz de Imbolc, eran más sanas y más fuertes.
Y Brigid había sido testigo, por muchos años, que las ovejas de Imbolc vivían más tiempo y nunca se enfermaban, daban la mejor leche y su lana era la más suave y cálida, por lo que siempre siguió la enseñanza de su padre de llevar allá a las ovejas a punto de dar a luz.
Brigid y Ruadán estaban ya cerca de la cima, la noche de Imbolc se acercaba y ellos podían ver las estrellas danzar en el cielo. La brisa era fresca y el pequeño niño descansaba sobre el regazo de su madre mientras ella le acariciaba sus rizados cabellos para que se quedara dormido.
Brigid había visto aquellas estrellas por tantos años, que ya las consideraba sus amigas. Su padre le había enseñado los nombres de las estrellas y sus constelaciones y a veces, con un poco de suerte, podía verlas desprenderse del cielo y caer como estrellas fugaces.
-Quiero que me prometas algo, mi pequeña niña -le había dicho su padre en una ocasión- que sin importar cuánto tiempo pase y cuán grande seas, siempre vendrás en Imbolc, a ver las luces sagradas tocar la tierra.
-Lo prometo, papá. Así lo haré siempre -respondió ella.
Hacía mucho tiempo que su padre había partido, de vuelta a la morada de los dioses, pero sin importar cuanto pasara, Brigid seguía acudiendo cada año a aquel lugar y al ver las estrellas, recordaba a su padre.
Editado: 05.11.2020