Cierto día, un joven llamado Aidan, caminaba por un campo, no muy lejos de su casa. El hielo y la nieve se estaban derritiendo y la vegetación comenzaba a renacer, pero le llamó la atención un joven árbol de manzano cuyas ramas comenzaban a llenarse de nuevos brotes de hojas y flores.
Aidan se maravilló de cómo el árbol parecía renacer desde los restos del invierno y decidió que él lo cuidaría, por lo que, en los días siguientes, cuando la nieve se derritió por completo, comenzó a llevar agua para regarlo. Día tras día, el joven recorría el camino desde su casa, muy temprano, para que al árbol no le faltara agua y se alegraba cuando veía asomarse las nubes de lluvia al atardecer, pues con más agua, el árbol crecería más y daría más fruto.
Sin embargo, cierto día, el joven se quedó hasta tarde descansando a la sombra de aquel árbol, y cuando el sol se fue poniendo, una lechuza fue a posarse en las ramas del manzano.
—Si lo riegas demasiado, solo lograrás ahogarlo —le dijo.
Aidan se sobresaltó con aquellas palabras, pero la lechuza le dijo que no debía tener miedo, que lo había observado por varios días y que admiraba su dedicación para cuidar el manzano, pero que últimamente las lluvias habían sido abundantes y él traía mucha agua para el árbol. El joven sintió la tierra con sus manos y se dio cuenta que estaba muy húmeda. Hasta entonces, no se había detenido a pensar que demasiada agua podría ser mala para el árbol.
—Si la tierra permanece muy húmeda, las raíces se podrirán y el árbol morirá —le explicó la lechuza.
Aidan agradeció a la lechuza por sus consejos y le preguntó su nombre.
—Yo soy Mabon —respondió ella, antes de irse volando.
Desde aquel día, el joven comenzó a llevar menos agua, y si había llovido por la tarde, evitaba regar el manzano la mañana siguiente.
Los días fueron pasando y la primavera se convirtió en verano. El camino hasta el árbol era cada vez más caluroso y el sol brillaba cada vez con más fuerza, pero Aidan siempre se ocupaba de ir y a veces se quedaba hasta tarde para ver el ocaso junto al manzano.
Uno de esos días, la lechuza volvió a aparecer, una vez el sol se ocultó tras el horizonte.
—Si no lo riegas lo suficiente, se secará —le dijo Mabon.
Aidan se sintió confundido por las palabras de la lechuza, había regado el manzano tal como ella le había aconsejado y ahora casi todos los días, pues las lluvias habían disminuido.
—Últimamente llueve menos y los días son más calurosos —le explicó la lechuza— por lo que el árbol necesita más agua.
Aidan sintió la tierra con sus manos, se dio cuenta que estaba seca y dura, aun cuando él la había regado por la mañana y entendió lo que Mabon le decía, por lo que, al día siguiente, recorrió varias veces el camino desde su casa al árbol para traerle suficiente agua y que la tierra estuviera húmeda. Así continuó durante los siguientes días y poco a poco el árbol se fue llenando de frutos, pero aún les tomaría tiempo madurar.
Cuando los días se iban volviendo más cortos y el sol menos cálido, la lechuza apreció otra vez.
—Has cuidado muy bien del manzano —le dijo— pero se acerca el tiempo de los espíritus y ellos buscarán tomar los frutos de la cosecha. Si no los detienes, te quedarás sin nada.
Aidan se llenó de intranquilidad, pues se había esforzado mucho durante los últimos meses y no quería que los espíritus se llevaran todos los frutos del árbol. La lechuza le explicó que cuando las noches comenzaran a durar casi tanto como el día, los espíritus estarían cerca. Aidan sabía que los espíritus temían a la luz y por eso solo salían en esta época de sombras, por lo que decidió estar preparado.
Cuando llegó el tiempo, la presencia de los espíritus se sentía en el ambiente, el aire se iba tornando más y más frío al atardecer y cuando se ponía el sol, los bosques y los prados se llenaban de risas mientras una multitud de figuras oscuras y de curiosos ojos rojos, los recorrían.
Los espíritus adoptaban diversas formas, algunas muy similares a animales, pero conservaban su pelaje oscuro y sus ojos como llamas ardientes, aunque tuvieran externamente la forma de conejos, gatos o algunas que Aidan no lograba definir con claridad.
Los espíritus se fueron acercando, atraídos por los frutos de aquel manzano que ya comenzaban a madurar, pero Aidan los estaba esperando, y prendió hogueras alrededor de aquel árbol, a la distancia que creyó prudente para no incendiarlo, pero no tan alejadas, para que la luz del fuego lo iluminara.
Al ver las hogueras, los espíritus no se acercaban y preferían refugiarse en las sombras, pero aún faltaba tiempo antes de que los frutos estuvieran listos para la cosecha, por lo que Aidan pasó varios días protegiendo el árbol con la luz del fuego.
Cuando el tiempo de cosechar se acercaba, la lechuza volvió a aparecer. Voló muy por encima del fuego y se posó en una de las ramas más altas de árbol. Aidan creyó que esta vez lo felicitaría, pues había logrado proteger el árbol, pero la lechuza voló a una rama cercana y le habló sin mucho entusiasmo.
—El fuego con el que proteges al árbol, lo está matando —le dijo Mabon.
Aidan no se sintió desilusionado y la lechuza procedió a explicarle que las hogueras estaban demasiado cerca del árbol. No era solo cuestión de que no se incendiara, sino que el calor producido por el fuego, lo estaba dañando. Le mostró algunas hojas que se habían enrollado, estaban encogidas y marchitas, con lo que Aidan comprendió su error.
Editado: 05.11.2020