Era de noche mientras una figura se encontraba arrodillada en un claro del bosque rodeado de piedras que formaban un círculo. Con las manos apoyadas de forma dolorosa sobre sus muslos y sentado sobre sus talones, la luna creciente hacía resplandecer gotas de sudor en su espalda mientras se adivinaba una respiración dolorosa que agitaba una melena de pelo rubio cenizo que le caía sobre la cara. El bosque parecía solidarizarse con él, ya que no se escuchaba ningún pájaro ni ningún insecto; ningún animal quebraba el silencio sólo roto por los ruidos de las exhalaciones de la figura.
En un momento dado, el silencio se hizo opresivo, como si un zumbido de vacuidad aumentara en volumen, haciendo la oscuridad de la noche más densa, absorbiendo los sonidos, vibrando en el aire de tal forma que cualquier espectador podía desear, más que adivinar, la llegada de un clímax.
Éste llegó.
El zumbido y la noche se rompieron ante la aparición de algo que, por su tamaño e intensidad, difícilmente podría considerarse una estrella fugaz. Rasgó el cielo oscureciendo la luminosidad de la luna, lo atravesó como quien coge un pincel y traza una línea con furor sobre un lienzo en blanco. Y cuando tocó el horizonte ocultado por los árboles, la figura convulsionó mirando al cielo mientras se agarraba a ambos lados de la cabeza y la oscuridad de los alrededores se veía rota a su vez por una luminosidad cuya fuente no eran sino los ojos de la figura. Un resplandor de tintes azulados iluminó las piedras, los troncos de los árboles y resplandeció en los ojos de las criaturas que se escondían en las copas y sus huecos sin atreverse a retomar sus actividades nocturnas. La figura, el hombre, gritaba. Y cuando sus pulmones se quedaron sin aire y la luminosidad se apagó de sus ojos éste cayó al suelo sin aliento.
Pasados unos minutos en los cuales consiguió recuperarse mientras bañaba en sudor el suelo que se hallaba bajo él, giró lentamente la cabeza sobre su hombro, mirando hacia algo que sólo él podía ver mientras susurraba: ha empezado.