Capítulo 10
El dragón volvió a inclinarse sobre Angélica. No se atrevió a tocarla, temía hacerle daño. Mejor que llegaran los médicos y la revisaran. La sangre de la ceja parecía ya no chorrear tanto. Pero vaya que había brotado bastante, porque justo en la ceja está ese maldito punto sangrante, ¿sabían? ¡Ahí te cortas y es un festival, un río entero! Pues a Angélica le pasó lo mismo.
Todos empezaron a dispersarse. El director ordenaba a los asistentes que empacaran el equipo de rodaje, Pedro Tomate intentaba salir del dichoso disfraz de lingote de oro, y el diseñador andaba a gatas recogiendo los pedazos de su maldito brazalete eléctrico. A dos secretarias rubias el dragón las mandó directo a casa, con la orden de volver mañana temprano, porque las pruebas aún no habían terminado. Y él se quedó plantado al lado de la inconsciente Angélica, pensando.
Porque, seamos sinceros, al dragón le quemaban las ganas de llevársela en brazos, meterla en su despacho y allí, bueno… digamos en versión decente: desnudarla. Quitarle él mismo ese dichoso batón. Ver a la Angélica de verdad.
¡La tentación era de otro mundo!
Pero, les digo, el dragón era un caballero muy correcto. Y espantó esas ideas cochinas de un manotazo, porque eso sería feo, indigno, impropio… y luego él mismo se sentiría un canalla por hacerlo, claro.
Aunque también sabía que después se reprocharía lo contrario: que no lo hizo cuando pudo. Pero en ese instante ganó la decencia.
En la pelea entre la decencia y la tentación de dejar a Angélica como Dios la trajo al mundo… ganó la decencia.
Y yo, queridos lectores, estoy muy orgullosa de esa decisión de nuestro dragón-millonario. ¡No todos ellos son monstruos depravados! Resulta que aún existen entre ellos tipos justos y decentes, pero tan poquitos que casi ni los notamos entre la manada de dragones-milmillonarios asquerosos que, seguro, habrían aprovechado la ocasión para arrancarle la bata a Angélica en el acto.
¡Pero el nuestro no! Él es bueno, correcto. Aunque, obvio, lo disimula. Porque tiene que mantener la imagen de jefe implacable, con mañas crueles y despiadadas. Los demás tiburones del poder jamás lo entenderían si se mostrara amable y justo. Incluso, fijo que le darían un tirón de orejas por “avergonzar al gremio”.
Cuando todos se habían largado por su lado y en la sala de conferencias quedaron solo el jefe todopoderoso y el jefe de sala Pedro Tomate —que siempre era su sombra—, al fin llegó la ambulancia.
Entraron dos camilleros con la camilla y una doctora con estetoscopio.
Una médica rellenita cargaba un maletón que seguramente rebosaba de jeringas, ampollas y pastillas de todo calibre. Venía lista para salvar al enfermo. Bueno, a la enferma. A nuestra Angélica...