Capítulo 16
Sinceramente, el dragón se había pegado un buen susto. Y, vamos, ¿quién no se asustaría si viera venir hacia sí a todo un batallón de mujeres con una actitud tan agresiva como romántica? Bueno, tal vez algún jeque árabe o un sultán acostumbrado a sus harenes no se inmutaría, pero a nuestro dragón le temblaron hasta las escamas.
¿Qué hacer en una situación así? ¡Obvio, correr por su vida! Ni loco pensaba dejarse atrapar por ese escuadrón de bellezas encabezado por la mismísima Pequeñita. Pero… ¿hacia dónde?
Si corría por el pasillo de la derecha —echó una mirada rápida hacia allá— se toparía con una curva que daba al ascensor o a las escaleras del tercer piso; no parecía haber salida. A la izquierda, las mujeres ya resoplaban muy cerca, avanzando como una avalancha imparable, cargada de amor y de deseos ardientes. ¡Atrás estaba la pared! Así que… ¡solo quedaba ir hacia adelante!
El dragón tiró con fuerza de la manija de la puerta de la habitación de Angélica y se metió adentro. Enseguida echó el pestillo y soltó un suspiro agitado. Por suerte, había un pequeño ganchito que servía como traba desde dentro, aunque no parecía muy resistente; con un par de golpes del poderoso puño de Pequeñita, seguro salía volando. Pero bueno, al menos le daba unos segundos de ventaja para ubicarse.
La habitación estaba a media luz. Sobre el cabecero de la cama de Angélica brillaba una lamparita tenue, y ella estaba sentada, recostada contra la almohada, leyendo un libro. En su nariz llevaba unas gafas nuevas, tan grandes y con la misma graduación que las que había roto y el dragón había recogido en la sala de conferencias. Vestía una bata de hospital, igualita a las que el jefe había visto en varias de las mujeres que ahora tironeaban del picaporte detrás de él, cuchicheando entre ellas. Por suerte, todavía no habían empezado a golpear la puerta, y eso ya era una bendición.
La chica, al ver a su jefe, abrió los ojos de par en par —que ya de por sí se veían enormes detrás de los cristales— y, sorprendida, preguntó:
—Eeeh… señor Stepan, ¿qué hace usted aquí?
—¿Y de dónde sacó esas gafas? —preguntó el dragón, sin venir a cuento. No sabía por qué, pero fue lo primero que se le cruzó por la cabeza.
—Mi mamá me vino a visitar y me trajo unas nuevas, porque las viejas seguro se rompieron. Recuerdo poco de lo que pasó allá, en la filmación. Ese rayo me dio justo en el ojo y… nada, no me acuerdo de más —la chica se tocó la ceja, donde tenía pegada una tirita adhesiva ancha—. Mamá dijo que usted también estaba en el hospital. ¿A usted también lo alcanzó la descarga? No entendí de dónde salieron ni por qué volaban por la sala de conferencias… ¿Se siente bien? ¿Por qué está acá? ¿Quiere que llame a la doctora? ¿Puedo ayudarlo en algo?
—¡Angélica, quítese de inmediato esa bata de noche! —soltó el dragón, intentando resolver su problema de un solo golpe. Sabía que sus posibilidades eran mínimas… ¡pero quién te dice, tal vez funcionaba!