La Semilla de los Animales y de la Vida

PROLOGO

La luna de agosto ilumina la selva amazónica venezolana, donde el aire cálido y húmedo resuena con los sonidos de la noche. El croar de las ranas y el canto de los grillos se unían, creando una sinfonía única. El Salto Ángel, como un gigante dormido, imponente y majestuoso, se alzaba en la distancia, rugiendo con el sonido del agua que caía desde lo alto de la montaña y se estrellaba contra la tierra.

La oscuridad de la selva ocultaba a un grupo de guerreros yanomami. Sus cuerpos, pintados con pieles de jaguar, permanecían de pie con una disciplina imponente, mientras sus ojos, curtidos por el sol y la lluvia, escaneaban la noche.

El chamán, un anciano de mirada penetrante, los lideraba. Ajustó la piel de jaguar que llevaba sobre su espalda, empapada de sudor y humedad, sintiéndola como una segunda piel. Cerca de ellos, una cascada menor, un velo de agua que caía sobre las rocas, ocultaba el tesoro ancestral que custodiaban, un lugar que la furia de la naturaleza protegía mejor que cualquier cosa.

Un sutil crujido de hojas rompió el murmullo de la selva. Un sonido demasiado alto para ser un animal. Los guerreros se tensaron, sus músculos se contrajeron, duros como la caoba. La humedad se sentía pegajosa, y un aroma a sudor rancio y metal frío inundó el aire.

El chamán cerró los ojos, un gesto de calma en medio de la tormenta que se aproximaba. Conocía el antiguo rito para ver más allá de la oscuridad, un ritual que había aprendido de sus dioses, concebido para proteger la selva. Comenzó a murmurar palabras ancestrales.

Sin un solo gesto de esfuerzo, sus ojos se abrieron. Las pupilas se alargaron, dejando una rendija vertical como la de un jaguar. Su mundo se transformó. Ahora podía ver los bultos oscuros entre los árboles, la silueta de veinte hombres con trajes de camuflaje y rifles de asalto. Oyó el crujido de sus botas, el susurro bajo de sus voces, el hedor de su sudor. En sus manos, las uñas se endurecieron y se afilaron, convirtiéndose en garras que brillaban en la oscuridad. Se giró hacia sus guerreros y les advirtió en la lengua de su pueblo. Uno a uno, asintieron, comprendiendo que el peligro había llegado.

Uno a uno, los guerreros yanomami realizaron el rito ancestral. No todos buscaron la misma transformación; algunos se concentraron en la percepción, y sus oídos se afinaron lo suficiente para escuchar los latidos del corazón de los invasores. Otros, invocando el espíritu del depredador, sintieron cómo sus uñas se endurecían y se alargaban, brotando como garras afiladas de las puntas de sus dedos, listos para el combate cuerpo a cuerpo.

Los ocho guerreros yanomami se posicionaron. Detrás del chamán, los dos arqueros se camuflaron, sus cuerpos se fundieron con las sombras de los árboles. Los dos guerreros armados con lanzas se movieron como espectros, sus siluetas apenas visibles en la penumbra. Más cerca del claro de la cascada, los cuatro guerreros sin armas, pero con garras y colmillos ya visibles, se tensaron como depredadores esperando su emboscada.

El chamán se agachó sutilmente. Un segundo después, una flecha rasgó el aire sobre su cabeza, un susurro mortal en la noche. La oscuridad se tragó el proyectil, y un grito gutural se ahogó en el estruendo de la selva.

Los intrusos, asustados y sorprendidos por el ataque invisible, gritaron y comenzaron a disparar a ciegas, como locos. Los destellos de sus armas iluminaron la selva de forma intermitente, creando un caos de sombras y ráfagas.

Los yanomami con lanzas eran ahora rápidos como el viento. Esquivaron las balas con una agilidad imposible, sus cuerpos se inclinaban y giraban mientras avanzaban entre los árboles. A los mercenarios les era imposible seguir sus movimientos y apuntar a un objetivo. Mientras tanto, los guerreros con garras se lanzaron contra los intrusos, con sus garras listas para desgarrar.

El chamán observaba cómo sus guerreros caían. Las balas, aunque erráticas, impactaban contra sus cuerpos, convirtiéndolos en blancos fáciles para esos demonios armados. Uno a uno, el resplandor felino se apagaba en los ojos de sus hombres. El dolor de ver a sus guerreros morir era insoportable. No pudo contenerse más, y con un grito de guerra ancestral, se lanzó a la batalla.

Luchó con la ferocidad de un jaguar. La oscuridad era su mejor aliada, y su conocimiento del terreno, un arma letal. Esquivaba las balas, se movía como una sombra, sus garras atacaban dejando un rastro de destrucción a su paso. La batalla era intensa. El aire se llenó con el olor dulce y metálico de la sangre, que se mezcló con el de la pólvora. Pero los yanomami, a pesar de su increíble fuerza y velocidad, fueron superados en número. Sus cuerpos cayeron al suelo uno a uno, víctimas de la brutalidad de las armas de fuego.

Finalmente, solo quedó el chamán, herido y jadeando, de pie frente a la cascada. Una herida de bala en su pierna derecha goteaba sangre, tiñendo la tierra. El rito ancestral había agotado su energía, y la transformación retrocedía, dejando su cuerpo vulnerable. Ocho mercenarios lo rodearon, apuntándole con sus rifles de asalto. La tensión entre el grupo era palpable, y el destino del tesoro parecía sellado.

Uno de los hombres se acercó, con una sonrisa maliciosa que curveaba sus labios, revelando unos dientes torcidos y amarillos. Su nariz larga y afilada parecía un pico de ave.

—Lucharon valientemente, pero apártate de nuestro camino, viejo —su voz era un sonido grave que resonaba en la selva.

El chamán, con la mirada fija en el hombre armado, no respondió. Sus labios apretados en una línea eran el único indicio de una voluntad inquebrantable que no se doblegaría jamás.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.