El sudor aún frío en su frente, el eco del grito de un hombre y el brillo de los ojos de un jaguar enloquecido: las imágenes de la visión se anclaban en el estómago de Nefertari, un nudo de inquietud que le robaba la calma.
Estaba sentada en el sofá de terciopelo azul, con su gata siamés acurrucada a su lado. El ronroneo suave del animal era un contrapunto a la tormenta en la mente de Nefertari.
La luz dorada del sol de El Cairo se filtraba por la gran ventana, iluminando los trazos dorados y azules de las paredes. Su mirada recorrió los jeroglíficos que narraban historias ancestrales. En un rincón, la lámpara de bronce proporcionaba una luz tenue sobre su escritorio de madera, donde una moderna laptop contrastaba con una pila de libros de historia y notas manuscritas. Los estantes, repletos de tomos de arqueología, revelaban una pasión profunda que la había llevado a la Universidad Americana de El Cairo.
Nefertari suspiró para calmar sus nervios. Su mente viajaba a la velocidad de la luz, mostrándole una y otra vez las imágenes de su pesadilla, de su visión.
«¿Quiénes eran esos hombres?», se preguntó. «¿Cómo sabían tanto de la semilla de los animales si su ubicación debía ser un secreto? ¿Y qué significaba “la inmortalidad”?».
Al otro lado del escritorio, un globo terráqueo antiguo descansaba sobre un soporte de madera. Con el dedo índice, Nefertari recorrió el mapa hasta encontrar un punto distante en el sur.
—Venezuela—, susurró, con la mirada fija en el país sudamericano que ahora se sentía peligrosamente cercano.
Se dirigió a su armario, un imponente mueble de madera oscura con puertas talladas, y lo abrió para buscar su ropa. Su mente ya estaba en el viaje.
Nefertari tenía diecinueve años. Su cabello largo y ondulado, tan oscuro como el azabache, enmarcaba su rostro de piel olivácea, acentuando el verde intenso de sus ojos. Su nariz ancha y recta se combinaba con una boca amplia de labios carnosos y rosados. Unos pómulos altos y mejillas redondas definían su rostro. A pesar de su figura delgada, cada movimiento era grácil, como el de una estatua animada. Detrás de su cuello, un tatuaje de Isis con los brazos extendidos y el Ankh servía como una conexión con su pasado.
Necesitaba un atuendo semiinformal para visitar el templo antes de preparar el viaje a Venezuela. Eligió un vestido largo de lino de color azul profundo a media pantorrilla. Tenía un escote discreto y mangas largas que se ajustaban a su cuerpo con una elegancia sencilla, proporcionando un contraste de sofisticación contra la luz dorada de El Cairo. Se puso unos clásicos tacones de cuero negro y, por último, se envolvió una pashmina de seda con un diseño simple alrededor del cuello.
Frente al tocador, se recogió el cabello en un moño. Se aplicó un perfume ligero, se puso unos pendientes de diamantes y un reloj discreto de oro. Su mano se dirigió a un collar que siempre llevaba consigo, un regalo de su familia. Era una pieza de oro con un escarabajo alado, incrustado con un lapislázuli. Alrededor de este, jeroglíficos antiguos estaban grabados. Mientras se lo colocaba, recordó su herencia y el poder que corría por sus venas. El collar no era solo una joya, sino un talismán y el sello de una responsabilidad que debía cumplir.
Antes de salir, Nefertari se acercó a su cama. En la gran cama con sábanas blancas inmaculadas, su gata siamesa dormía acurrucada, ajena a la prisa de su dueña. Nefertari se inclinó y acarició su lomo.
—Hasta luego, Bastet, me iré unos días. Pórtate bien—, susurró con dulzura. Su voz era un contraste perfecto con la tormenta de su interior.
Con paso firme, la joven egipcia salió de su habitación. La mansión de la familia era un santuario, y el vestíbulo la recibió con un fresco aroma a flores recién cortadas. Sus tacones resonaron en el suelo de mármol pulido con cada escalón que bajaba. Al pie de la escalera, la cocinera, Aida, la esperaba con una sonrisa maternal. Su cabello cano y las arrugas en su rostro contaban una historia de años sirviendo a la familia.
—¡Buenos días, señorita Nefertari! Su café ya está listo—, dijo la mujer. Su voz, una melodía de preocupación. —¿Se irá tan temprano? ¿No va a desayunar antes?
—No, gracias, Aida, tengo prisa. Comeré algo en el camino—, respondió Nefertari, mientras cruzaba el vestíbulo.
Salió al jardín, un oasis de verdor y paz que contrastaba con el bullicio de la ciudad a lo lejos. El sendero de piedra crujió bajo sus pies mientras caminaba. El sonido del agua de una fuente, adornada con una estatua de Isis, calmaba sus nervios.
Al llegar al garaje, el imponente Mercedes-Benz Clase S negro, tan pulido que la luz del sol creaba un reflejo perfecto, esperaba. Un testamento silencioso de la fortuna de su familia.
El chófer, Karim, esperaba de pie a un lado del coche. Vestido con un uniforme negro impecable, tenía las manos unidas a su espalda, su postura era erguida y sin una sola arruga en el traje. Todo en él irradiaba la disciplina de un profesional consciente de su posición. En el pecho, un escarabajo alado dorado con detalles intrincados brillaba sutilmente, un símbolo de la familia.
Karim, un hombre de mediana edad de rostro amable, se inclinó ligeramente al verla. Su mirada era respetuosa, como de costumbre.
—Buenos días, Karim—, saludó Nefertari con voz amigable, el tono dulce ocultando la urgencia.