La primera vez que la vieron, era una fría tarde de otoño perdida en la lejanía de los años. El viento arrastraba las hojas marchitas que caían de los arboles bañados por la dorada luz del atardecer. Sentadas en un viejo tronco caído en una de las fuertes tormentas de varios veranos atrás, dos hermanas contemplaban el bosque que se erguía más allá de los límites de su granja. Con diez años de edad, María Spencer era la mayor, junto a ella, la pequeña Anna de ocho se secaba las lágrimas que brotaban desde sus ojos azules llenos de tristeza.
−No llores Anna. Todo estará bien. Algún día todo lo estará. Nos iremos a un lugar muy lejos de aquí, solas tú y yo.
Pero por mucho que intentara calmar a la pequeña, Anna no encontraba consuelo. Sus brazos y piernas todavía le dolían. Grandes moretones ennegrecían su pálida piel.
−Lo extraño mucho María. Extraño mucho a papá. Si él estuviera aquí el no dejaría que nos hicieran esto. ¿Por qué tuvo que morirse? ¿Por qué tuvo que dejarnos?
−No lo sé. Yo también lo extraño. Por las noches intento soñar con él. Intento ver su rostro en mis sueños, intento escuchar sus palabras, pero no lo consigo. Cuando despierto seguimos allí, solas y él no está.
− ¿Crees que cuando alguien se muere se va al cielo? –Preguntó Anna mirando a su hermana mayor con sus ojos despojados de toda alegría.
−Claro que lo creo. Creo que algún día nos volveremos a encontrar con él en un lugar mágico, donde podamos jugar todo el día juntas y donde nadie nunca vuelva a hacernos sufrir.
−Entonces quisiera morirme ahora. No quiero esperar para volver a verlo. No quiero seguir aquí. No aquí. No con él.
Aterrada por las sombrías palabras de su hermana menor, María la toma de la mano. –No digas eso. Ni siquiera pienses en esas cosas. No pienses en abandonarme. Nosotros permaneceremos juntas por siempre. ¿Me has escuchado? Por siempre.
El sonido lejano de una camioneta acercándose por el polvoriento camino que llegaba hasta la granja las puso en alerta. Con el paso del tiempo, ese se había convertido en el sonido que más temían. El sonido que indicaba que él había llegado. La camioneta se detuvo frente a la casa. Ellas, desde el patio trasero escucharon como él bajó tambaleante del vehículo. El sonido de una botella cayéndose y estallando en el suelo fue lo siguiente que escucharon.
Las hermanas continuaban tomadas de la mano, aterradas. Ese era el sentimiento que las invadía cuando él llegaba, el terror.
− ¡Maldita sea! ¡Mujer ven a limpiar esto! –Gritó él con dificultad para articular palabras. – ¡Martha! ¡Ven maldita sea! −Otra vez había llegado ebrio hasta la médula. Otra vez su madre salía corriendo a atenderlo y otra vez, su madre recibía insultos.
Los gritos fueron aumentando. Él por alguna razón, o quizás sin razón alguna, había regresado furioso. Un tipo como él, no necesitaba razones para descargar su enojo con su esposa ni mucho menos con sus hijastras. Un sujeto como Peter Martenson pensaba que podía hacer lo que quisiera y nadie se lo impediría y tristemente, con aquellas pobres mujeres, esto era así.
Anna aprieta con más fuerza la mano de su hermana. –Otra vez ha venido ebrio. No quiero estar aquí. Ya no quiero que me haga daño.
−Está bien. Vámonos al bosque. Alejémonos. Quizás cuando regresemos ya se haya dormido. Pero debes estar tranquila. ¿Entiendes? Siempre estaré aquí para cuidarte.
Anna asintió con la cabeza y juntas comenzaron a correr aferradas de la mano. Mientras se internaban en el pequeño sendero entre el maizal que las conducía hasta el bosque, pudieron escuchar sus gritos llamándolas.
– ¡Vengan aquí malditas niñas! ¡Vuelvan aquí o las golpearé como nunca nadie las ha golpeado! –Se escuchó bramar enfurecido, pero las niñas no regresaron. Continuaron corriendo lo más rápido que podían. Finalmente, atravesaron el último tramo de los cultivos resecos que se mecían y crujían con las suaves brisas del viento otoñal.
Con mucho cuidado se arrastraron bajo el alambre de púas que marcaba el límite de la granja. Miraron hacia atrás. El techo de su hogar sobresalía por sobre las plantas. Un espantapájaros parecía observarlas colgado de lo alto de una cruz de madera, con su rostro hecho de bolsa arpillera rellana de paja y un sombrero negro. Aquel espantapájaros solía darles escalofríos cuando lo observaban por las noches desde la ventana de su habitación. Parecía como si fuera un monstruo esperando que se acercaran, listo para atraparlas. Pero con el tiempo lo entendieron, no era más que un muñeco colgado de tablas, no había ningún monstruo allí, el verdadero monstruo estaba en la casa con ellas. Un monstruo real capaz de hacerles daño. Ahora al mirar al espantapájaros tan de cerca ya no sentían temor.
Miraron el espantapájaros que las contemplaba inerte por última vez y luego corrieron a la espesura del majestuoso bosque que se alzaba justo frente a ellas. Al ingresar inmediatamente sintieron algo distinto. El aire era distinto, los olores eran distintos, y sobre todo los sonidos eran distintos. Se sentía el aroma fresco de los árboles. El suelo estaba teñido de un dorado majestuoso, cubierto con las largas hojas en forma de aguja de los pinos. Cientos de aves de todo tipo cantaban en las altas copas. Se podía oír el cercano murmullo de un arroyo fluyendo en la espesura.
Las niñas caminaron alegres. Todo era tan pacífico allí, tan distinto de la tristeza y el rencor que se había apoderado de su hogar cuando su padre había muerto de un repentino infarto. Siempre recordarían aquel día, aquel día en que su alegría se había ido junto con el último aliento de su querido padre.