La Señora del Bosque

Parte III

1

El sol finalmente salió por el horizonte iluminando los campos cubiertos con la blanca helada matinal. Las niñas se despertaron con el sonido del motor de la camioneta encendiéndose. Peter se marchaba temprano ese día, era el día de la semana que llevaba parte de las cosechas hasta el lejano mercado de la ciudad. Al menos por ese día podían tener algo de paz. Se asomaron por la ventana y vieron como la camioneta se alejaba. Una leve sonrisa se dibujó en el rostro de María, pero Anna estaba mortalmente seria. Su mente divagaba en extrañas ideas. El recuerdo de aquella mujer mirándola fijamente se apoderó de su mente. Todavía sentía su voz en su oído llamándola.

– ¿En qué piensas Anna? –Preguntó su hermana con preocupación.

– Pude verla claramente. –Respondió con lágrimas anegándole los ojos que brillaban reflejando la luz del amanecer. –Aquella mujer que vimos en el bosque estuvo aquí. Me llamaba por mi nombre. Quería que la acompañara. Quería que saltase hacia el vacío y lo peor de todo es que... yo quería hacerlo.

–Hermanita. Eso ha sido solamente una pesadilla. Lo que vimos en el bosque quizás solamente fue nuestra imaginación jugándonos una mala pasada.

María la abrazó con fuerza. –Te quiero hermana. –Le dijo al borde del llanto. –No te atrevas a abandonarme. Recuerda que prometimos que siempre estaríamos juntos.

Anna permaneció en silencio mirando hacia lo lejos. No pudo evitar ver al espantapájaros, contemplándolas serenamente desde su prisión de madera. No pudo evitar volver a pensar que su padre estaba allí de alguna forma.

–Quiero visitarlo. –Dijo Anna de repente. –Quiero ir al cementerio.

–No creo que mamá nos deje. –Se negó María. Pero al ver el rostro triste de su hermana aceptó. –De acuerdo. Esta tarde nos escaparemos con cuidado e iremos.

Anna sonrió levemente. En aquel duro momento necesitaba más que nunca a su padre. Al menos contemplar su tumba podía hacerla sentir mejor.

2

Aquella mañana hicieron todos sus deberes con dedicación bajo la atenta mirada de su madre. Limpiaron cada rincón de la casa, lavaron las ropas, incluso las pesadas y sucias prendas de su padrastro. Luego cocinaron. Cuando terminaron de lavar los platos ya había pasado el mediodía. Su madre no les había dirigido la palabra en todo el día. Quizás sintiera culpa de no defenderlas, de no evitar que les hicieran daños, o quizás simplemente no le importaba, quizás sintiera que se lo merecían. Era difícil saberlo, aquella mujer que estaba frente a ellas ya no parecía su madre hacía mucho tiempo.

Finalmente Martha se dirigió a su habitación dispuesta a dormir la siesta. Las niñas observaron cómo su madre subía las escaleras y finalmente escucharon el sonido de la puerta del cuarto cerrarse. Fue entonces, que en el más absoluto silencio salieron de la casa. Era una tarde agradable, a pesar del frío, el sol brillando en el despejado cielo, era reconfortante.

Juntas comenzaron a caminar. Salieron hasta el polvoriento camino de tierra que conectaba su granja con el poblado cercano y se dispusieron a recorrer los más de tres kilómetros hasta el cementerio.

El sol iluminaba los pálidos rostros de las hermanas y les brindaba una cálida sensación, casi como una caricia. Caminaron tomadas de la mano, en silencio. No era necesario decir una palabra, el que ambas estuvieran juntas era suficiente.

El cementerio se encontraba alejado del pueblo, lindante con el espeso bosque que se extendía más allá de los lejanos cerros hasta perderse en el horizonte. Caminaron un largo rato hasta que finalmente estuvieron ante las rejas que marcaban la entrada del cementerio de San Antonio.

Empujaron con cuidado el viejo portón metálico, carcomido por el óxido y el paso de los años. El cementerio de San Antonio era uno de los más antiguos de la región. Se decía que algunas de las tumbas sin nombre tenían más de doscientos años, justo en los años en los cuales los primeros pobladores habían arribado a esta remota región.

Una vez que entraron, frente a ellas un serpenteante camino colina arriba las conduciría a través del laberinto de tumbas y nichos. Sombríos rostros las observaban desde viejas fotografías amarillentas que ilustraban placas conmemorativas. Era un lugar tenebroso, alejado de todo. Sin lugar a dudas no se trataba del mejor lugar para que dos pequeñas anduvieran solas, pero eso ya poco importaba.

Caminaron en silencio por el sombrío paisaje de cruces y bóvedas. En algunos sitios podía verse las tumbas con tierra recién removida y flores apenas marchitas, en otros, solo la tierra hundida con el césped crecido encima, sin ninguna placa, ninguna cruz, nada que indicase quien yacía allí, perdido en el olvido de los años sin que nadie lo recordara.

Continuaron caminando, a lo lejos, en el rincón más lejano del cementerio había un gran árbol. Bajo su sombra estaba la tumba de su padre, cubierta de las hojas marchitas que caían sobre ella. Cuando las niñas llegaron quedaron en silencio, observando como la tierra poco a poco comenzaba a hundirse. No podían siquiera imaginarse como la madera del ataúd se había descompuesto por la humedad y como el peso de la tierra sobre ella la había hecho ceder. No podían siquiera imaginarse como el cuerpo putrefacto de su padre ya solo era un montón de huesos enterrado en la profunda oscuridad. Ellas todavía lo imaginaban con su rostro sonriente, como si estuviera durmiendo una siesta eterna, pacífica. Eran demasiado pequeñas para comprender la crudeza de la muerte, para ellas su padre todavía continuaba allí, quizás hasta podía sentirlas desde su última morada.




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