La Señora del Bosque

Parte IV

1

El sol finalmente se ocultó en el horizonte y las sombras de la noche cubrieron todo el pueblo. Los faros de la vieja camioneta Dodge que conducía Peter iluminaban el polvoriento camino de regreso a casa. Su cara de fastidio reflejaba que aquel día no le había ido particularmente bien en el mercado de la ciudad. Había vendido apenas una pequeña parte de su cosecha. Los compradores le reclamaban que traía vegetales en mal estado, marchitos, y algunos con pequeños insectos que devoraban los brotes plácidamente.

Peter golpeó con furia el volante al recordar como un hombre gordo y desalineado, con los botones de su camisa luchando para mantener su enorme barriga dentro, le decía que no sabía trabajar, que sus vegetales estaban mal abonados y cuidados, que no debería ser tan flojo de lo contrario ya nadie quería comprarle.

–Maldito gordo. ¿Cómo se atreve a tratarme de flojo? ¿A caso esa barriga la obtuvo trabajando arduamente? –Se quejaba completamente fuera de sí, mientras le daba un gran sorbo a la cuarta lata de cerveza que venía bebiendo de regreso.

Sus ojos estaban completamente rojos, en parte de enojo, en parte producto de su embriaguez. Tenía la irrefrenable necesidad de golpear a alguien.

Entonces vio las sirenas azules del patrullero detrás de su camioneta. Luego una inconfundible señal de luces indicándole que se detuviera. Así lo hizo. Ocultó las latas bajo su asiento y abrió la ventanilla con la mejor sonrisa que su rostro pudo dibujar.

– ¿Sucede algo oficial? –Preguntó con voz amable cuando el policía se paró junto a él.

–Nada sucede. –Le contestó el oficial. –Solo quería hacerle unas preguntas.

–Estoy a su disposición. –Respondió empujando con su pie las latas más debajo de su asiento.

–Veo que hoy no fue un buen día. –Dijo el policía al observar la caja de la camioneta llena hasta la mitad de verduras que no se han podido vender.

–No lo fue. Quizás sea este frio o algo del suelo, pero mis vegetales no han sido los mismos últimamente. Las ventas se están haciendo cada vez más escasas.

–Es una pena oírlo. Verá no estoy aquí para hablarle de sus cosechas. Ni siquiera estoy aquí para remarcarle que beber al conducir es un delito.

Peter dibujó una sonrisa incómoda. Intento responder pero el policía continuó hablando.

– No soy estúpido. Puedo sentir su aliento desde aquí. Entiendo, un hombre cansado que tuvo un día muy malo, merece unos tragos de cerveza. No estoy en contra de ellos. Solo vengo a hablarle de las niñas Spencer.

– ¿Qué hay con ellas? –Preguntó Peter y su rostro dejó de lado la falsedad de la sonrisa y se puso mortalmente serio. – ¿A caso le han dicho algo?

–No me han dicho nada. Diablos, ni siquiera se atreven a hablar. Reconozco a alguien que está asustado y sé que aquellas niñas lo están. No sé si de usted o de quien fuera, pero he visto un enorme moretón en la mano de la más pequeña. Hasta podría apostar que tiene un hueso quebrado. No quisiera pensar en la clase de animal que le hace eso a una niña.

Peter permaneció en silencio por un momento. Miró el nombre grabado en la placa del oficial en la cual podía leerse "Comisario Tomás Peterson".

–Escuche Oficial Peterson. Se lo que parece. Niña pequeña con moretón, padrastro nuevo. Sé que no luce bien, pero le aseguro que he hecho todo lo posible por ganarme el cariño de esas niñas. Es solo que no he podido. Extrañan mucho a su padre y lo comprendo y no se adaptan al cambio. Obviamente les molesta que yo esté allí.

El oficial lo escuchaba atentamente. Había algo extraño en sus palabras, aunque parecían sinceras, no lo convencían del todo.

–Las niñas se comportan extraño desde que su padre murió. Incluso su madre podría contarle. Se escapan de la casa, se internan en el bosque a pesar de que les he advertido de que es peligroso y que podrían lastimarse. A veces siento que mientras más intento caerles bien, menos caso me hacen. He llegado a pensar que se lastiman a propósito o ponen cara de tristeza cuando alguien las ve para que, al igual que usted, piensen que soy un malvado. Pero no es así. Me he esforzado para sacar esa familia adelante. No me ha resultado fácil, pero puedo asegurarle que amo a esas niñas más que a nada. Quizás con el tiempo ellas también aprendan a quererme. Sé que nunca reemplazaré a su padre, pero tampoco soy un monstruo. –Una lágrima brilló en los ojos de Peter mientras decía esas palabras. Era extraño ver a un hombre de campo, rudo y formado en el arduo trabajo llorando, pero allí estaba con las lágrimas a punto de derramarse.

–Está bien. –Dijo el Policía, quizás sorprendido por las lágrimas de aquel hombre. Era como si realmente creyera en sus palabras.

Peter tenía esa extraña habilidad de convencer a las personas. Era como si dentro de él habitaran dos personas, una agradable y sincera y otra un monstruo despiadado. Él sabía muy bien cuando mostrar aquel rostro gentil que era capaz de llorar si la situación lo ameritaba. Pocos se daban cuenta de su habilidad para la manipulación hasta que ya era demasiado tarde.

El policía se retiró. Peter esperó a que el patrullero se alejara y las azules de la sirena se perdieran en el horizonte antes de ponerse en marcha.

Se mantuvo pensativo mientras se acercaba al pueblo. El rojo intenso del cartel de la única heladería del pueblo llamó su atención. Se detuvo frente al local. Permaneció allí un momento, solamente sentado con sus manos fijas en el volante y su mirada perdida en la calle que se extendía frente a él. Finalmente descendió de la camioneta y entró al local. Salió con un gran pote de helado y volvió a subirse al vehículo con una extraña sonrisa en su rostro.




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