Las lágrimas fluían sin cesar anegando el azul profundo de los ojos de María. La tristeza, la angustia, la ira, el sentimiento de impotencia, todo se agolpaba en su mente mientras con su pequeño puno continuaba golpeando la puerta sin éxito.
Finalmente, luego de un tiempo interminable que parecieron horas, la puerta se abrió y su pequeña hermana por fin estuvo nuevamente estuvo junto a ella. La puerta volvió a cerrarse.
María abrazó a Anna con todas sus fuerzas, pero había algo extraño en ella. No lloraba, no hablaba. Tenía su rostro increíblemente pálido, sus ojos grandes como platillos miraban hacia la nada.
–Hermana. Dime que te ha hecho. Por favor dímelo. –Le suplicó, pero Anna no respondió. Su pequeña mente seguía perdida en un mar de miedo y desolación. –Por favor, háblame. –Volvió a insistir sin respuesta.
Anna no abrazó a su hermana, solo permaneció inmóvil, era como un cuerpo inerte sin alma. Su mirada contemplaba la luz de la luna entrando por la ventana.
María la acompañó hasta la cama, la acomodó con cuidado y se dispuso a cubrirla. Fue en ese momento que notó algo horrible, algo que le sacudió hasta la última fibra de su cuerpo. Allí, en el vestido floreado que usaba cada noche para dormir, allí había una mancha. Al principio no distinguió lo que era, pero luego, aun en la penumbra del cuarto se dio cuenta que era sangre. Una espeluznante mancha roja se extendía por su vestido y comenzaba a escurrirse hasta el blanco de las sábanas.
– ¡Dios mío! ¿Qué te ha hecho? –Gritó María desesperada, furiosa, devastada. Volvió a abrazar a su hermana con fuerza y a llorar. Lloró como nunca antes había llorado.
Anna solo miraba hacia las maderas que cubrían el cielorraso. No hablaba, seguía pálida como un cadáver, sin alma, sin alegría. Solamente era un despojo de la niña alegre que alguna vez fue, inocente, con ganas de vivir.
–Debemos irnos Anna. Debemos irnos muy lejos. –Le dijo su hermana mientras tosía incontrolablemente ahogada con las lágrimas.
María se aferró a su hermana hasta que finalmente, todavía envuelta en llanto se desvaneció, exhausta. Se había desmayado. Fue demasiado para ella soportar las cosas espantosas que su hermana había sufrido. Fue demasiada la culpa de no poder protegerla. Su mente finalmente se rindió y quedó inconsciente, sumergida en un sueño profundo.
Anna no pudo dormir, su mente estaba sumergida en un mar blanco, vacío, sin ningún tipo de sentimiento. Solo permaneció allí inmóvil.
Eran las tres de la mañana. El viento soplaba cada vez con más fuerzas, como si fuera un alma furiosa agitando su furia sobre el agreste paisaje. Fue entonces que la ventana del cuarto se abrió de par en par. Los rayos de la luna formaban siluetas con las sombras de las cortinas que bailaban agitadas por las ráfagas.
–Ven conmigo mi niña. –Se escuchó como un leve susurro en el viento. –Ven conmigo.
Anna salió de su letargo. Escuchó el llamado y se levantó de la cama. Miró a su hermana como si la estuviera viendo por última vez. Se acercó a su rostro y le dio un beso en la frente.
–Ven conmigo mi niña. –continuaba el llamado, dulce y lejano, casi como el llamado de una madre.
La niña se dirigió a la ventana. El viento gélido acariciaba su rostro entristecido. Miró hacia afuera. La luz de la luna bañaba los campos y le daba un aire mágico y melancólico. Miró hacia los cultivos que se mecían armónicamente. Con cuidado se subió al marco de la ventana. En ese momento no sentía tristeza, ni siquiera miedo, sentí alivio, un alivio que casi la hacía sonreír.
–Ven conmigo mi niña. –Volvió a escuchar la dulce voz, como un mágico canto de sirena.
Volvió a mirar hacia atrás. Su hermana dormí en un sueño profundo, incapaz de detenerla.
Entonces miró hacia abajo, hacia el abismo. Buscó con sus ojos a aquella mujer que la llamaba con su voz dolorida y fantasmal, no la vio. En su lugar, allí parado con los brazos extendidos listo para atraparla había otra cosa. De alguna manera, allí estaba el espantapájaros, parado sobre sus frágiles piernas hechas de paja. Allí estaba aquel ser que ella siempre se imaginó que vendría a salvarla. Allí estaba aquel ser que ella creía que contenía el espíritu de su padre.
El espantapájaros miraba hacia arriba. En su rostro, los pliegues de la bolsa arpillera parecían dibujar una sonrisa. Sus manos se estiraban como raíces listas para atrapar a la pequeña.
–Ven conmigo mi niña. –Volvió a sonar el llamado entre el silbido del viento.
Anna sonrió. –Sabía que vendrías por mí. –Susurró alegremente.
Se dispuso a dar el paso final hacia el vacío. Volvió a mirar hacia atrás, hacia su hermana. –Lo siento mucho María. –Dijo entristecida. Luego dio el paso decisivo hacia la oscuridad con una sonrisa dibujada en su rostro.
María se despertó abruptamente con el sonido de un golpe seco, como si una gran bolsa de papas hubiera caído desde lo alto. Ese fue el sonido que escuchó. Al principio no comprendió que sucedía. Todavía adormilada tanteó con su mano el resto de la cama buscando a su hermana. Se horrorizó al no encontrarla.
–Anna. –La llamó inútilmente. – ¿Dónde estás?
El terror comenzó a calarle en lo profundo de sus huesos. Se estremeció al recordar aquel sonido. Poco a poco dejó de parecerle el sonido de una bolsa con vegetales golpeando el suelo, poco a poco le pareció el sonido de la carne golpearse, de los huesos romperse y de la sangre salpicando.