La Señora del Bosque

Parte VII

Bajó las escaleras muy despacio. Estaba descalza, para que sus pequeños pies apenas hicieran ruido al pisar los chirriantes escalones. En su mano apretaba con fuerza el puñal. Caminó apretando los dientes con odio absoluto. Cuando estuvo abajo caminó muy lentamente acercándose al sillón. Allí estaba Pedro, profundamente dormido. Todavía tenía puesta la camisa blanca que había llevado al entierro, pero estaba manchada en cerveza. Sus pies cubiertos con medias estaban a centímetros del brasero.

María apagó la televisión y el cuarto quedó sumido en una intensa oscuridad solo interrumpida por el brillo ocasional de las brasas que estaban a punto de extinguirse. Lo miró atentamente, ese hombre que le había acarreado tantas desgracias, tanto sufrimiento, ahora estaba allí, indefenso. Al mirarlo allí, con su propia baba goteando desde su boca abierta, pensó que no era el monstruo que la atemorizaba, se dio cuenta que era solo un hombre, un miserable que no merecía seguir respirando.

Apretó el puñal nuevamente. Sus manos comenzaron a sudar. Un nudo comenzó a formarse en su garganta. Era el momento que estaba esperando. Pensó en lo distinto que sería todo si tan solo lo hubiera hecho antes, cuando su hermana aún vivía. Todo sería distintos. Pero eso ahora no importaba, ahora solo había una cosa por hacer.

Empuño con furia el puñal y lanzó un golpe con su punta apuntando hacia el desprotegido cuello. Sintió como la hoja entró en la carne. Sintió como se hundió poco a poco. Pedro se despertó de repente cuando su sangre comenzó a fluir a borbotones. María sacó el cuchillo dispuesta a asestar otro golpe. Pedro pataleo mientras sujetaba su herida, completamente desconcertado.

Se levantó del sofá aterrado. Sus pies patearon el brasero, esparciendo las candentes brasas en el piso de madera, hacia todas direcciones. Una de ellas fue hacia las cortinas del ventanal principal.

– ¡¿Qué estás haciendo maldita?! –Gritó enfurecido mientras se sujetaba el profundo corte en el cuello. Aunque la sangre salía, no era suficiente. El corte no había sido tan profundo. María se lanzó nuevamente con el cuchillo, esta vez Pedro puso su mano para protegerse. El puñal la atravesó lado a lado.

– ¡Maldita infeliz! –Bramó mirando mientras se quitaba el puñal de la mano. La sangre aun fluía desde su cuello. Sus ojos rojos de furia parecían el de una bestia endemoniada.

María quedó sin su arma. Aterrada vio como Pedro se acercaba amenazante con el puñal en su mano.

La pequeña corrió hasta la cocina desesperada en busca de algún otra arma. Después de todo estaba herido, solo debía terminar su trabajo.

Abrió desesperadamente el cajón de los cubiertos y tomó un enorme cuchillo de carnicero, el mismo cuchillo con el que su padre solía preparar las barbacoas de los domingos. Pedro se acercaba gimoteando, luchando por respirar.

En la sala, un resplandor naranja comenzó a verse. Las cortinas comenzaban a quemarse, iluminando todo el lugar con la luz de fuego. Pedro se acercaba como una fiera mientras María sujetaba el cuchillo frente a ella.

La niña se lanzó hacia él, corriendo. Lanzó un golpe con el cuchillo y este se hundió en la pierna derecha de Pedro. Se pudo oír el sonido del acero chocando contra el hueso.

Pedro gritó y lanzó un puñetazo a la pequeña haciéndola caer. Gritando desesperado, muerto de una ira incontenible, se sacó el cuchillo de su pierna. Un chorro espeluznante y largo de sangre salió de su herida. Parecía el chorro de alguna fuente que fluía desde una estatua. Un charco de sangre comenzó a formarse a su alrededor.

María se levantó como pudo. Todo le daba vueltas. Apenas podía respirar. La casa se había llenado de un humo negro y espeso. Corrió hacia la puerta principal, intentando huir, pero estaba cerrada con llave. Las rejas en las ventanas tampoco la dejarían escapar.

Subió por las escaleras corriendo, mientras escuchaba a Pedro maldecir y gritar enloquecido.

– ¡Ven aquí maldita! –gritaba Pedro mientras subía las escaleras cojeando tras ella. Un rastro de sangre se iba formando tras él. Su camisa blanca se había vuelto completamente roja, teñida por la sangre que emanaba de su cuello.

María intentó correr hacia su habitación, pero recordó que no tenía cerradura. No estaría segura allí. Entonces entró al cuarto donde yacía su madre. Aquel cuarto tenía una robusta puerta de roble y tenía el cerrojo por dentro. Allí estaría a salvo o al menos eso pensaba.

Cerró la puerta tras de sí y puso la cerradura. Pedro comenzó a golpear furioso. –Ábreme ahora mismo. ¡Maldita sea! ¡Abre ahora!

El humo invadía la casa más y más. Un intenso resplandor naranja se colaba al cuarto por debajo de la puerta. La casa estaba en llamas.

Pedro golpeaba furioso. Golpeaba una y otra vez, algunas veces con sus puños y otras veces con el cuchillo de cocina que había sacado de su herida.

La desesperación comenzó a apoderarse de María. Estaba atrapada. Pronto las bisagras cederían ante la furia inhumana de Pedro y entonces estaría a su merced.

Comenzó a llorar, puesto que solo era una niña indefensa. Había sido estúpida al pensar que ella podía hacerlo. No había podido proteger a su hermana y no pudo vengarla. Pronto todo terminaría. Pedro entraría y si era afortunada la mataría rápidamente.




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