—¿Para qué diario dijo que trabajaba? —preguntó la señora Dolores mientras servía el té en la vasija de porcelana.
—El Tronador —respondí orgullosa.
—¿Y por qué ahora?
—Creo que la historia de Sandra merece ser contada.
—Nosotros no sabíamos que ella era… que se dedicaba a …
La aflicción era infinita. Estaba claro que aún no aceptaban el rumbo que había tomado la vida de su hija, ni eran capaces de hacerse a la idea de que aquella decisión habría sido, en potencial, el inicio de su trágico desenlace.
—Comprendo.
—No, no comprende.
—Solo vine aquí a escuchar, no a juzgar.
—Cinco años fue maestra en la escuela Libertad Beral, ¿cómo demonios terminó involucrada en aquella porquería? —preguntó Dolores con los ojos vidriosos, incapaz de hacer las paces con el destino.
—Jamás oí hablar de esa escuela —repliqué para dar rienda suelta a la conversación.
—No era la más prestigiosa de la ciudad, pero ella estaba feliz de enseñar ahí, decía que la educación igualaba oportunidades, que era el modo de hacer las cosas, de conseguir un buen empleo y transformarse en una persona honrada.
—Por lo visto Sandra pensaba muy diferente puertas adentro —comentó un hombre de voz ronca irrumpiendo en la sala.
—¡Jorge! —lo regañó de inmediato.
—¿Acaso miento Dolores? —retrucó mientras estiraba su mano para saludarme—. Nuestra hija vociferaba a los cuatro vientos un discurso que no compraba, que no creía.
—¿Por qué lo dice? —indagué.
—Tal parece que no era la educación, sino el dinero, el dinero fácil, lo que igualaba oportunidades entre estratos sociales.
—Sepa disculpar a mi esposo.
—Pierda cuidado —dije con un gesto de desdén.
—No hablen de mí como si no estuviera —se quejó el hombre desplomándose en un sillón aledaño al nuestro.
—La señorita vino a conocer la historia de nuestra pequeña, no a escuchar tu resentimiento, tu furia.
—¿Nuestra pequeña?, ¿acaso te oyes cuando hablas?
—No estoy feliz con el rumbo que tomó su vida, pero aun así es nuestra hija y la quiero de vuelta.
—¿Alguna vez les dijo por qué ingresó a ese mundo? —pregunté para poner coto a su discusión, pero también para aprovechar las palabras que salían a raudales de sus bocas.
—No, supongo que no es algo que le dices a tus padres.
—¿Cómo se enteraron entonces?
—Un amigo de Jorge nos advirtió —recordó antes de beber un sorbo de su infusión hirviendo.
—Fue con unos colegas a celebrar su ascenso a un club llamado El manantial nocturno y…
No pudo terminar la frase. De pronto un nudo se formó en su garganta y aquella personalidad varonil, recia, dominante, se vino abajo igual que un castillo de naipes.
—Imagino que hablaron con ella.
—En realidad no tuvimos oportunidad.
—¿Qué quiere decir? —pregunté frunciendo el ceño.
—Preferimos tomarnos unos días para meditarlo, para estar en calma y no actuar bajo emoción violenta —alegó Dolores—. Ya sabe, no decir cosas de las que te arrepentirás en el futuro.
—Continúe.
—Cuando al fin tomamos el valor necesario para enfrentar la situación, fuimos a su casa y el casero dijo que hacía dos meses no vivía allí.
—¿Y dónde vivía?
—Eso nos gustaría saber.
—¿Pero entonces ustedes no tenían relación con Sandra? —indagué confundida.
—Venía aquí, íbamos de compras, tomábamos el té en Rinos…
—Entiendo.
—Pero las sorpresas estaban lejos de terminar —acotó Jorge visiblemente recuperado—. Al otro día fuimos a la escuela y la directora nos desayunó que la maestra ejemplar había renunciado hacía cinco meses.
—Ninguna de sus colegas sabía nada de ella. ¡Era una pesadilla! —exclamó Dolores llevando las manos a su pecho.
—¿Y sus amigas más cercanas? —escarbé—. Siempre existe un confidente que nos conoce más que nosotros mismos, al que contamos nuestros más arcanos secretos.
—Todas ignoraban su nueva ocupación —replicó con la voz tomada, adolorida—, estaban tan sorprendidas como nosotros.
—Imagino que fue entonces que decidieron visitar el club.
—Estamos desesperados, inmersos en un mar de desolación, siempre a dos segundos de perder los estribos.
—Dos semanas enteras fui a ese sitio maldito —admitió Jorge—. De lunes a lunes sin excepción y nunca la vi.
—Al principio nos alegramos, pensamos que el amigo de Jorge había confundido a Sandra con otra mujer, pero los días pasaban y nuestra hija continuaba perdida, como si se la hubiera tragado la tierra.