La señorita Barrow. Crónica de un infierno

Capítulo VIII. El vals de la salvación

Demostraré mi lealtad con hechos, no con palabras. Eso dijo Gastón antes de retirarse de aquel parque visiblemente dolido y molesto, encargándose de hacerme sentir culpable mientras lo observaba perderse en la multitud. Me lo merecía. Claro que tenía razones para desconfiar hasta de mi propia sombra, pero acorralar a los aliados hasta el punto de hacerlos sentir miserables no parecía la mejor estrategia a la hora de tejer alianzas sólidas que condujeran a buen puerto al final del camino.

Durante dos días no supe nada de él, fue como si se lo hubiera tragado la tierra. No acudió a nuestras reuniones obligatorias, no dejó mensajes cifrados en el buzón de mi casa ni apareció como fantasma en los eventos sociales a los que me era imposible faltar. Estaba volviéndome loca al punto de cambiar mis hábitos de manera súbita, casi demencial. Contrario a lo que solía ser, me encontré devorando todo cuanto había en la mesa para desayunar, sin siquiera preocuparme por el buen comer de mi tío que solo atinaba a observarme estupefacto lamer las cucharas de jalea, deglutir hasta las migas de los pasteles o  morder cual carrera las frutas con cáscara olvidándome por completo de mis modales. Para colmo, en el trabajo escribía feliz los obituarios y hasta daba consejos de moda a la pervertida Margarita Flugertez, telefonista devenida en secretaria ejecutiva cuya único misión en la vida era seducir al periodista que obtuviera una nota de tapa, sin importarle el estado civil. Ya lo ven, comiendo como una glotona, sumisa en mis labores profesionales, sumándome cómplice a la inmoralidad de seducir hombres casados; todo estaba de cabeza desde los desplantes descarados que ponían mis nervios al borde de la cornisa y mi corazón en la mano siempre fría de los espectros de la noche que se burlan sin piedad de una miedosa serial con ínfulas de heroína. Y aunque ya nada sería lo mismo jamás, tuve suerte de que justo al tercer día, tal como dice la profecía, mi amigo se hizo presente para alivio de mi desquicio pero también, aunque jamás iba a admitirlo en voz alta, de mi lacerado corazón.

—¿Te diviertes? —pregunté fingiendo malestar, mostrándome ofendida.

—Siempre lo hago.

—No supe nada de ti las últimas 48 horas —le reproché—. ¿Recuerdas que en nuestro convenio quedamos en que te reportarías a diario?

—No recuerdo haber firmado tal cosa —replicó descarado.

—Fue de palabra.

—¿Ahora resulta que Miss desconfianza cree en algo tan banal como el honor? —retrucó con malicia, clavándome una estaca artera en el corazón.

—No me provoques.

—¿O qué harás?

—¿Disculpa?

—¿Qué sucederá si te provoco? —inquirió acercándose con insolencia, amagando a besar mis labios sin permiso ni compasión—, ¿qué harás si cruzo la línea molesta que separa al detective del cliente?

—Voy a golpearte —sentencié echándome hacia atrás.

—Sí —sonrió—, sé que lo harías.

—¿Vas a decirme por qué te ausentaste o solo viniste a hacerme saber que estás malgastando mi dinero?

—Tengo novedades.

—Soy toda oídos.

—Digamos que me reuní con Federico Brisco sin cita previa.

—¿Lo abordaste en la calle?

—Más bien lo obligué a subir a mi auto.

—¿Otro secuestro? —pregunté boquiabierta.

—¿Por qué te alteras? —reviró como si sus actos fueran normales—. Las personas suelen soltar la lengua cuando están asustadas, fuera de su zona de confort, lejos de su hábitat.

—Luego te despido, pero ahora quiero saber qué te dijo.

—Admitió tener un affaire con Gisela.

—Es algo.

—Pretendió ser un sujeto rudo, un casanova, pero juraría que estaba enamorado de ella.

—¿De pronto eres el doctor amor? —chicaneé esbozando una sonrisa.

—Haré oídos sordos a tus provocaciones y continuaré diciendo que la oveja negra estaba al tanto del embarazo de la muchacha, incluso no era ajeno a los rumores de paternidad.

—Pero…

—Pero dejó de verla por la presión de su padre —concluyó—. Ya sabes cómo es, el miedo a perder la herencia y manchar el apellido a menudo son razones más que suficientes para dar un paso atrás y sentarse a la vera del camino a ver pasar el tren que pudo llevarte a la felicidad.

—¿Y decías que estaba enamorado? —cuestioné con ironía.

—Somos pocos, diría que somos una raza en extinción lo que estamos dispuestos a dejarlo todo por la mujer correcta —respondió mirándome fijo, incomodándome adrede; como si lo disfrutara.

—¿Dejarlo todo?, ¿qué dejarías por la mujer correcta? —retruqué rápida de reflejos, dispuesta a no dejarme acorralar—. ¡No, perdón! —exclamé sarcástica—. Olvidé que no tienes nada que dejar más que una lengua filosa y un hermetismo descortés y exasperante.

—Solo digo que si tuviera algo que dejar, lo dejaría.

—No puedes saberlo —objeté—. Para juzgar a alguien o algo debes estar en su lugar.

—Y ahí está la delegada de la alta sociedad defendiendo a su gremio —chicaneó.




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