Hay un momento crucial en nuestras vidas donde todo se define. Incluso sin saberlo, tomamos esa decisión. En mi caso, aquello ocurrió una tormentosa noche de abril, cuando el frío era crudo y las emociones en dos jóvenes palpitaban a flor en piel. Era una de esas tempestades que uno no espera ni desea. Al menos, en mi caso, hubiera deseado que aquel día no lloviera, o al menos no tomar aquella decisión.
Todo comenzó cuando tenía alrededor de dieciséis años y me encontraba en la fiesta del príncipe heredero. Todas las jóvenes estaban prendadas a él, ya que era muy guapo, excelso a la vista y tenía una agradable personalidad. O eso era lo que me habían dicho mis amigas, las que me habían abandonado para seguirlo junto con las demás señoritas.
Mi vestido gris perla se amoldaba a mi figura, con un escote pequeño y una falda muy amplia como todas las demás damas. Mi cabello se hallaba sujeto en un recogido con perlas, haciendo que luciera femenina y hermosa. No hay necesidad de falsa modestia: me veía hermosa.
Así, cada chico del lugar buscaba iniciar conversación conmigo, encontrando diferentes y divertidas formas de acercarse. Algunos dejaban caer algo cerca de mí para recogerlo y decir algo; otros, un comentario al aire que era de lo más desatinado y desvergonzado; y otros, una mirada a la distancia como súplica, lo cual era, por demás, patético.
Sin embargo, al ver a mis amigas con el príncipe, no pude evitar detallarlo. Era demasiado llamativo a la vista. Su cabello era como un dorado opaco, como las alhajas que amaba probarme que pertenecían a las reliquias de la familia, brillante y profundo. Sus rasgos no estaban para nada mal, contando con unos labios rojizos, rostro perfilado y rasgos delicados. Sin embargo, lo que más llamaba la atención eran sus ojos, según me habían dicho, algo que no comprobé hasta que, por fin, el príncipe levantó la mirada.
Esos ojos eran de un color tan misterioso como todo lo que parecía que rodeaba al príncipe. Eran de un verde sumamente claro y cristalino, como las aguas del caribe en una tarde de sol. Y quise fundirme en ellos para siempre, siendo atraída de una forma tal que no podía desviar la mirada. Hasta que, haciendo que aquellas mariposas en mi estómago se conviertan en feroces bestias, él me sonrió, luciendo unos simpáticos hoyuelos.
De forma ridícula, para aparentar que no le estaba analizando de forma tan analítica, me voltee para apreciar lo que sea que estaba a mis espaldas, lo que terminó siendo uno de los balcones. Varios jóvenes se encontraban mirándome, tratando de encontrar un momento para pedirme salir a bailar, lo que resultaba incómodo, ya que me había girado hacia ellos. De esa forma, creyeron que tenían una esperanza de que aceptase. Ilusos.
Tres jóvenes comenzaron a acercarse, con obvias intenciones, por lo que hice lo que me pareció más lógico y me alejé del lugar, buscando a Vanessa, mi mejor amiga. No la había visto más que por unos cortos minutos, pero confiaba que debía estar por ahí, buscando algún corazón que romper con sus encantos.
Estaba a punto de girar en mi sitio, cuando el choque contra un muro me hizo quedarme estática en mi sitio. Se trataba de un hombre bien esculturado, en buena forma, ya que ni siquiera había logrado moverlo al chocarlo. Me alejé unos pocos centímetros, y fue entonces que elevé la mirada, encontrándome con aquellos ojos tan hermosos sacados de una novela romántica. Era, sin duda, el hombre más guapo que alguna vez habían visto mis ojos.
—Mil perdones, fue mi culpa —se disculpó como un caballero, a pesar de que era todo mi culpa.
—No, yo fui la distraída, no le vi.
Nuestras miradas se conectaron en una forma que no podía despegarme, como si un deseo latente nos atrajera como dos imanes hacia una colisión. Fueron unos cortos segundos, pero tan largos. Yo, observando cada ápice de su rostro, sobre todo esos labios entreabiertos; y él analizándome, llevando sus ojos hacia mis labios como lo hacía yo con los suyos.
—Con permiso —balbucee para salir despavorida hacia un ventanal que daba al patio.
Era demasiado para una chiquilla como yo. Por eso mismo fue que hui de una forma tan patética. Aquel ventanal daba a unas escaleras que llevaban a uno de los jardines del castillo, lo que me daba la distancia perfecta para poder refrescarme y aclarar las ideas. Después de todo, me sentía de una forma tan extraña que no sabía explicar qué era.
Tomé aire, para luego lanzar una gran bocanada que hacía que mis pulmones volvieran a funcionar. Sin embargo, aquel nerviosismo persistía. Lo que era peor, es que debía volver a la fiesta, o mis hermanos vendrían por mí para que me comportase como debía, como la única hija de la casa Evonny.
Estaba a punto de hacerlo, cuando noté la ausencia de uno de mis aretes, que consistía en un gran diamante en forma ovalada. Traté de buscarlo en los pocos metros que me rodeaban, pero no parecía ser que los hubiera perdido allí. Quizás aún se encontraba en el salón de baile.
Aquel asunto del arete pasó a segundo plano cuando alcé la vista hacia el balcón por el que minutos antes había pasado, encontrándome con la figura esbelta de aquella persona por la que había escapado de la fiesta.
Levantó la mano, como llamándome o pidiéndome que espere, a pesar de que no tenía a dónde correr. Hubiera sido de por más ridículo. Pero, lo que menos esperé, es que el príncipe diera con mi arete, llevándolo de bruces al suelo justo antes de las escaleras. Corrí de inmediato en su socorro, sujetando mi vestido para poder llegar más rápido al príncipe que casi maté por arrojar un arete. Sin duda, la guillotina iba a estar preparada para mí si es que dañaba al futuro monarca.
—Lo lamento mucho, Su Alteza. Había perdido el arete y no sabía que se encontraba aquí —farfullé mientras le ayudaba a ponerse en pie con cuidado.
—No, la culpa fue mía. No estaba mirando al suelo. Por cierto, aquí está su arete.