Hace muchos años, cuando Belmont Rutherford heredó la corona a la edad de 11 años después de la trágica muerte de su padre en una guerra contra Inglaterra, tomó muchas decisiones que nadie cuestionó por tener el poder absoluto de toda la nación. A pesar de quizás no tener la madurez necesaria, tenía a su alrededor a varios asesores que le daban buenas y malas opciones para enfrentar cualquier circunstancia.
Belmont fue testigo de la muerte de casi toda su familia como consecuencia de las guerras entre reinados y al sentirse tan impotente, visitó a la bruja del pueblo a la que nadie se atrevía a acudir jamás. Los rumores decían que todo su campo estaba infestado de pestes por practicar la magia negra y que cualquiera que se le acercase, quedaría maldito para siempre, pero esto a Belmont, no le importó. Estaba al borde de la desesperación.
Tomó su carruaje y al llegar al límite los caballos no avanzaron más, por lo que tuvo que caminar hasta el lugar. Una cabaña en medio de tanta deforestación. Sus guardias estaban asustados pero aun así, esperaron a su rey cerca para socorrerlo de ser necesario.
—¿Quién ha tenido el valor de pisar estas tierras? No estoy acostumbrada a...recibir visitas. — se oyó la voz de la anciana en medio de la oscuridad.
—He venido a pedir su ayuda. — Belmont trataba de controlar su miedo. — Sé que tiene muchos conocimientos y necesito que los comparta con su rey. — en medio del suspenso, la anciana se acerca y finalmente pueden verse a la cara. Tenía pelo gris, una túnica y uñas negras pero no parecía ser ese ser del averno del que todos hablaban.
—Con todo el respeto que se merece...mi rey. — hace una breve reverencia. — Mis conocimientos no podrían ayudarle. No se enfoca en salvar, que es lo que posiblemente usted busca, sino en destruir. Mire a su alrededor y lo notará. — Belmont vuelve a observar lo quemada que están las hojas que deberían estar verdes.
—Me temo que eso es justamente lo que busco. Quiero destruir a mis enemigos. El reino corre peligro y no puedo permitir que se me arrebate todo lo que mi padre me dejó. — parece estar muy decidido.
—Lo escucho. — la anciana se sienta en su mecedora.
—Mis guerreros tendrán un enfrentamiento la próxima semana. Perdimos la vez pasada y no quiero que vuelva a suceder. Si usted conoce alguna forma de ganar la batalla, estoy dispuesto a darle cualquier cosa a cambio de esa solución.
—¿Qué un rey estaría dispuesto a ofrecerme?
—Terrenos, súbditos, un templo, el respeto de la gente. Cualquier cosa que desee.
—Nada de eso me interesa. Lo que sí me intriga, es saber si está dispuesto a pagar cualquier precio para ganar esta guerra. — pasa sus manos por encima del humo que sus velones emanan.
—Estoy dispuesto. — lo único que Belmont deseaba, era salvar a la familia que pronto tendría y su corona.
—Antes de salir a la batalla, eche esta poción en la última cena que comerán. Ningún organismo lo resistirá y solo se necesita que uno de ellos lo expulse para contagiar a los demás.
—Pero... ¿mis guerreros morirán?
—Ese es el precio. — por un momento Belmont dudó pero lo más importante era eliminar a su enemigo, el rey de Inglaterra que también participaría en la batalla, así que ante eso toda duda desvaneció.
—Entonces estoy dispuesto a pagarlo. — extendió su mano y en ella se le fue entregado la poción que no daría por hecho su victoria pero sí la salvación de todo su reino. Aún no sabía si debía confiar en las palabras de aquella anciana de la que todo el mundo mal hablaba pero no tenía más opción, así que envió a su mano derecha, Vittorio, a envenenar la comida de todos sus guerreros, incluso los de más confianza. Cosa que solo sería un secreto entre él, la anciana y el rey.
Los guerreros llegaron a la batalla y a pesar de que empezaron a sentirse mal, siguieron peleando hasta el final. Hasta que uno de ellos se detuvo y empezó a vomitar. Nadie le prestó atención, puesto que estaban en medio de la guerra pero cuando todos empezaron a caer y a convulsionar, sabían que algo andaba mal. Por un momento el ejército inglés pensó que algo divino los respaldaba hasta que ellos también empezaron a caer, incluso el mismísimo rey. Y no quedó vida en aquel lugar al que apodaron: "El campo de los condenados" donde nadie más que el rey, supo lo que realmente sucedió.
El imperio inglés detuvo las guerras contra Francia por la pérdida de su rey y de todo su ejército. Mientras que Belmont reclutó a nuevos guerreros y recibía la llegada de su primera hija: Gertrudis. Cosa que no lo dejó muy contento, ya que la primera regla era que las mujeres no podían heredar el trono. Por muchos meses se adentró en la búsqueda del niño con su esposa Tomasia, pero nunca pudieron tenerlo. Dándose por vencido, decidió esperar a que Gertrudis procreara a sus propios descendientes para escoger al primogénito (su primer nieto) como el futuro rey de Francia y con suerte, así sucedió.
Como el rey tenía prisa, obligó a su hija a casarse con el coronel Cristóbal (caballero de buena familia, con honor y sutileza) y a pesar de que consumaron un matrimonio sin sentir amor, poco a poco aprendieron a ser felices. De ahí nacieron sus dos hermosos hijos: Alan (el mayor) y Aarón (el menor) solo con dos años de diferencia.
Mucho tiempo después de aquella batalla, la avaricia de Belmont incrementó. Ya no quería ganar guerras, quería ganar reinos y apoderarse de más coronas pero no de manera honesta. Cuando obtuvo lo que quiso con aquella poción, se volvió dependiente de la magia oscura para lograr todos sus propósitos, ignorando las advertencias de la hechicera.
Por cada cosa que conseguía gracias al ocultismo, un lugar importante de Francia desvanecía, hasta que una hoja verde nunca más cayó. La gente empezaba a hacerse preguntas, así que Belmont envió a su vocero real para decirle al pueblo que se trataba de una peste originaria del campo de los condenados y que hasta que no llegaran los expertos forasteros la situación seguiría igual, pero era todo una mentira. Él mejor que nadie sabía lo que provocaba este desbalance en la naturaleza pero nunca le importó detenerla. Como la fotosíntesis murió, la fauna con ella también. No volvieron a escuchar el canto de los pájaros, ni a ver mariposas excepto por los cuervos y otros animales silvestres que lograban subsistir.