La Séptima Constelación

37. La estafa.

Atravesando miles de lagunas en su mente, Helen logra despertar. Fue trasladada hasta los aposentos del príncipe y atendida por médicos. Todos, especialmente su madre, se encontraban muy preocupados por ella. Pero el príncipe se aseguraría de que pudiera descansar.

—¿Qué pasó? — intenta salir de la cama.

—Te desmayaste de repente. ¿Te sientes mejor? — el príncipe se sienta a su lado. Está preocupado.

—Sí. ¿Dónde está mi madre?

—Están bien. Estaban aquí hace un momento. — eso la deja más tranquila, pero solo por una parte. — ¿Qué fue eso? ¿Qué te pasó en la mesa? — mira el brazo del que vio aquellos diminutos círculos brillar.

—No fue nada. ¿Qué creíste ver? — evade el tema.

—Creí ver algo que respondería a muchas de mis preguntas. — el príncipe duda. — Helen... ¿segura que no tienes nada que decirme? — la fulmina con la mirada. ¿Qué otra mentira podría inventarse para este instante? ¿Qué podría combatir contra el intenso azul de sus ojos juzgándola firmemente?

—Yo... — los intensos golpes de alguien tras la puerta interrumpen el momento de tensión. Lo que la salva y respira profundamente de alivio.

—¿Qué sucede? — el príncipe se asoma por la puerta. Es Max.

—Loana quiere hablar con usted, parece algo impaciente. — Max sabía que cuando de ella se trataba, sería importante para el príncipe. Solía ser su fuente más útil de información.

—Dile que voy enseguida. — Max asiente y se retira, volviendo el príncipe al aposento con su prometida. — Tengo que irme, pero no tardaré. Seguiremos esta conversación mañana. Ahora descansa. — se acerca y le acaricia la mejilla.

—¿Descansaré aquí? ¿En su aposento? — se exalta.

—¿Por qué no? — hace una mueca y se retira hasta llegar a Loana, quien lo esperaba en el posterior del castillo. La zona estaba asegurada por sus guerreros, teniendo a Max al mando. La oscuridad de aquel sitio favorecía la discreción de sus encuentros, por lo tanto, mientras nadie como Vittorio los viera, todo estaría bajo control. — ¿Loana? — frunce el ceño al verla. Lleva una túnica con capa negra y bandana, como si se escondiera de algo o de alguien.

—Sí, ya sé. No puedo quedarme mucho tiempo. — observa su alrededor. — Tu abuelo, acaba de descubrir la estafa de mi padre.

—No comprendo lo que dices.

—Le dio una falsa poseedora de la séptima constelación y hace unos minutos descubrió su fraude. Mientras ustedes están aquí él está en el bosque, abriendo portales a un mundo que desconoce. — parece muy asustada. — Su plan, por lo que ha estado sacrificando a toda Francia, no funcionó gracias a ello y sabe que es culpa de Silas.

—Entonces este es el último lugar al que deberías pisar. Escóndete hasta que sea seguro. — luego de comprender, está igual de preocupado.

—Lo sé, tenemos un plan, pero no quería irme sin antes darte esto. — le pasa un amuleto en forma de calavera en un pañuelo púrpura. — Es el amuleto de Mohat. Si algo te pasa, si mueres con esto en tus manos o en cualquier parte de ti, puedes volver a la vida. Puedes burlar a la muerte.

—Disculpa si sueno algo cruel, pero creo que en estos momentos te serviría más a ti que a mí. — suelta una sonrisa burlesca.

—Cuando te des cuenta de que esto va más allá de lo posible gracias a tu abuelo el rey, sabrás que debiste tomártelo más en serio. Francia dejó de ser un lugar seguro desde hace mucho tiempo. — la seriedad con la que habla angustia al príncipe. — ¿La encontraste? ¿Pudiste encontrar a la séptima estrella? — Alan se queda en silencio, como si estuviera pensando su respuesta.

—No, estoy muy ocupado con mi compromiso.

—¿Desde cuándo te importa tanto casarte? — lo conocía muy bien. — Da igual, ya tengo que irme. Mi padre, nuestra gente y yo tomaremos un barco hasta que sea seguro. Espero que nunca te olvides de mí.

—Con esa rareza en tu frente, es imposible. — bromea y ambos sonríen. — Cuídate mucho, Loana. Y cuenta conmigo siempre. — toma el amuleto.

—Gracias, Alan. — le echa una última mirada y se desvanece entre la oscuridad.

—¿Todo en orden, señor? — Max se acerca.

—Eso espero. — contesta, observa el oscuro cielo por última vez y entra nuevamente al castillo.

3:15 de la mañana.

Como si sus horas de sueño hubieran terminado, Helen se despierta. La cama era enorme pero, aun así, el príncipe podía ocupar casi toda la mitad del espacio. Era la primera vez que lo veía dormir. Como un niño cansado soñando profundamente. Aunque estaba casi segura de que, cuyos sueños para poder relajarse, serían todo menos pacíficos. Observa su desnudo torso a su costado, reprimiéndose las ganas de tocarlo atrevidamente. Cierta parte en su interior le asegura que podía hacerlo sin temor, pero no podía romper las reglas del acuerdo si quería que después, él tampoco lo hiciera.

Contrólate Helen.

Se dice a sí misma. Se levanta, toma una bata en tela de seda gris en conjunto con su pijama y sale por los corredores silenciosamente hasta llegar a la cocina. Se sirve, toma un poco de agua y vuelve a recorrer los oscuros pasillos del castillo. Ann. De repente su nombre llega a su mente. Se suponía que todo esto era por ella, por las cosas que había creado. Se suponía que el poder que poseía venía de ella y por consiguiente, aún tenía muchas dudas al respecto.

Sin miedo alguno, entra directamente al santuario oculto del rey. Donde estaba la enorme estatua de Ann. El grimorio ya no estaba, así que empezaba a sospechar que aquel desmayo tenía algo que ver con lo que sea que excuse la ausencia del rey en la cena.

—Todo esto es por ti, y ni siquiera estás aquí. — toca los pies de porcelana de su estatua suavemente. — ¿Por qué no hiciste algo mejor con todo ese poder? De no ser por el rey y su obsesión por lo que le prometiste, mi padre hoy estuviera aquí. Vivo, conmigo. — una llama de melancolía e ira se le enciende por dentro. — Mi padre estuviera vivo. No existiría ninguna maldición, no habría tanta maldad. Francia no sería el infierno en el que se ha convertido. — deja caer una lágrima. — Yo no sería quien soy. No tendría que ocultarle al hombre del que me estoy enamorando que soy parte de esto. Que soy parte de ti. — un angustiante silencio invade el salón. — Pero si me dieron este poder para ayudarte, también puedo destruirte. — retrocede dos pasos, deja la magia emerger de sus manos y mira con furia el rostro de porcelana de Ann.




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