La Séptima Constelación

57. El baile de los recuerdos.

Francia, en el vaticano.

Como si de una secta se tratara, todos los monjes del vaticano practicaban un culto clandestino para invocar a un arcángel que pudiera defenderlos de lo que según ellos consideraban como blasfemia (Ann y Mohat en los soberanos de Francia). Creían que aquellos dioses que marcaron la historia del mundo vivían dentro de Alan y Helen Rutherford, y sentían que su deber era buscar la manera de detenerlos como los guardianes lo habían hecho hace cientos de años atrás. Los enclaustrarían en esas jaulas como a muchas criaturas tenían ya.

El cielo empieza a llenarse de nubes negras y cosas comienzan a caer, ellos pueden sentirlo, así que están muy alertas.

—Son ellos, ya están aquí. — dice el papa desde la azotea, persignándose ante la imagen que sus ojos ven. Aquel dragón que casi cubría todo el cielo con sus enormes alas se dirigía hacia ellos bajo el control del rey. Tenía su objetivo claro y todos sabían que no podían escapar de él. Valium lanzó su ardiente fuego sobre toda la iglesia hasta que ni un alma con vida quedó. Todo quedó calcinado y todo el oro que poseían se disolvió. Habían destruido todo el vaticano por completo.

Helen llegó hasta el campo de los condenados porque ya tenía claro lo que debía hacer. Aquel lugar fue el detonante de las primeras desgracias de su nación gracias a Belmont y solo revocando la peste que aun residía allí sería la única solución para darle a Francia un nuevo comienzo. De pie en el centro, se quita la túnica de la cabeza e inicia con su misión. Expande su magia por todo el terreno hasta que levanta la tierra negra y cierra cualquier brecha que conectara a Francia con algo más oscuro. Todos los agujeros y portales que habían quedado abiertos, fueron cerrados con éxito. Y la maldición del campo de los condenados, llegó a su fin.

—¿Lo hiciste? — Alan se le acerca.

—Lo hice. — responde, orgullosamente. — Hoy Francia nacerá de nuevo.

El pueblo, los paganos y los demás refugiados se habían unido para reconstruir su pueblo y lo estaban logrando. El castillo que una vez fue el hogar de Alan, estaba siendo reconstruido para ellos como un nuevo hogar. Después de volver, Helen visitó aquel lago que tanto amaba para despejar su mente. Por primera vez después de tantos años, respiraba paz.

Alan ha tenido la cabeza para llevar el reino y toda su reestructuración mientras Helen se encargaba de su familia y su pueblo. Le habían dado una digna sepultura a Tomasia y todos los que habían fallecido en aquel lugar. Sylvie se quedaba en el castillo ayudando en todo lo necesario, pero aun así, Helen notaba que ciertas veces, se alejaba de todos los demás.

— ¿Cómo estás? — se le acerca y se sienta a su lado. — ¿Te sientes cómoda en el castillo? O lo que va de él. — aún estaban terminando muchos detalles.

—Sí, me siento bien. Me tratan muy bien. Definitivamente la vida sin Belmont es mucho mejor. — responde.

—Sí, bastante. Poco a poco todo está volviendo a su lugar, como debió de estar desde hace muchos años. — disfrutan del cálido clima.

—Estoy orgullosa de que siempre hayas velado por nosotros, cuando…tenías tantas posibilidades. — le es sincera. — Por eso y más muchos te admiramos aquí.

—Gracias, yo también. Aunque a veces me cuestiono, sé que he tomado las mejores decisiones por mi pueblo.

—Y que no te quepa la menor duda. — aprieta su mano y sonríen.

Cae el anochecer.

Todos cenando en el comedor real, celebran la lealtad. Alan da sus palabras de agradecimiento por los que nunca le dieron la espalda a pesar de las circunstancias y alzan las copas para brindar. Un guardia entra y les informa a los soberanos que el rey y la reina de Inglaterra, habían llegado a su puerta; noticia que los toma por sorpresa.

Al salir y Helen ver a Odette, corre hasta ella sin pensarlo para abrazarla fuertemente.

—¡Odette! ¡Te ves radiante! — mira su hermoso vestido.

—Gracias, tú también. — sonríen.

—Lamentamos llegar a estas horas, el viaje salió un poco más largo de lo que previmos. — Enrique se disculpa.

—¿Qué haces aquí? — Alan le pregunta.

—Vinimos porque escuché noticias de lo que había pasado. No podía quedarme de brazos cruzados así que…le pedí a Enrique traer provisiones y todo lo necesario para ayudar. — Odette responde por él.

—Tu madre estaba muy preocupada por ti. Nadie sabía lo que te había sucedido, pero algo me podría imaginar. — Helen le echa una mala mirada a Enrique. — ¿Qué fue lo que te hizo?

—A estas alturas ya no importa cómo sucedieron las cosas. Estoy bien ahora y eso es más que suficiente. — Enrique estaba orgulloso de las respuestas de su esposa. — ¿Dónde está mi madre? — se preocupa.

—Está bien. Está en el pueblo, mi madre habla con ella todos los días. Te extraña mucho. Cuando te vea así, será su mayor alegría.

—Mañana mismo iré a verla. — sonríen. — No nos quedaremos mucho tiempo, si las cosas salen bien mañana mismo volveremos. Solo espero poder llevar a mi madre conmigo.

—Claro que puedes hacerlo. Odette, este es tu hogar. — toma sus manos. — Adelante pasen, le pediré a la mucama que les muestre su aposento. — los invita y los guía hasta dentro. Aunque Alan seguía mirando a Enrique con el mismo rencor de siempre.

Día siguiente, al atardecer.

Enrique, Odette y su madre ya se iban de regreso a Inglaterra, así que todos se despidieron. Alan y él, habían quedado en paz, acordando no volver a provocar más guerras entre ambas naciones, ahora menos que una de ellos, estaba casada con él. Odette no podía dejar de abrazar a Helen, extrañaba mucho su amistad; pero ya era hora de partir. Finalmente se van en la carroza real de Inglaterra.

La princesa Gertrudis se la había pasado redecorando el castillo, eliminando el más mínimo rastro del sombrío gusto de Belmont y todas las desgracias que allí habían sucedido. La familia de Helen vivía en la misma casa de siempre, solo que ahora, se había convertido en una mansión. Lucas se convirtió en el líder de la clase obrera y Jason había ascendido a ser el comandante del reino, quien llevaría la seguridad del lugar. Y María, puso su pastelería donde era feliz. Verlos así, es lo que Helen siempre soñó y estaba segura que su padre, donde fuera que esté, estaría contento de las personas en las que se habían convertido.




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