La Sociedad del Uay

Capítulo 1: El uay

En la casa de mis abuelos, la regla era dormir temprano. Mi abuelo se iba a la milpa antes de las 5 de la mañana, y mi abuela a esa hora se levantaba para moler el maíz en el molino y hacer la masa para las tortillas, para que a las 6 y media estuviera todo listo. Así que, para compensar eso, había que dormir antes.

Recuerdo que la noche anterior era viernes. Un viernes algo caluroso, así que dormimos en hamacas que mi abuela tenía guardadas. Era raro dormir todos juntos en la misma casa, un lugar donde todo se volvía dormitorio, sala de estar e incluso ducha. Sí, mis abuelos reservaban una sección de la casa donde colgaban algunas toallas y cortinas para separar la casa del lugar donde se duchaban.

Pero eso era algo que no importaba ahora. El chiste es que, a las 9 de la noche, las luces de la casa se apagan y todo se cierra. Aquí no hay desveladas para ver la televisión. De hecho, creo que la tele, un aparato lleno de perillas, aunque se encendía, no había nada en ningún canal. Mis abuelos siempre decían que eso era normal allá, si no hay “Telecable”, no puedes ver ni un solo canal. Y el “Telecable” se cortaba muy a menudo, así que era un milagro que se pudiera ver la tele.

Mi hermana estaba acostada en su propia hamaca, yo en la mía y mis padres compartían la suya, al igual que mis abuelos en su propia hamaca. No había más luz que una tenue noche de luna llena que iluminaba la puerta trasera. Debo reconocer que nunca antes había visto un espectáculo como ese, donde la luna pudiera iluminar suavemente el suelo. Pero las luminarias de la calle no hacían muy bien su labor y dejaban oscura toda la casa.

Volví a ver mi reloj con pantalla retroiluminada, eran las 9:20 PM. A esta hora bien podría estar jugando algo, o mi mamá estaría viendo su novela. Pero no, ahí estábamos toda la familia durmiendo o, al menos en mi caso, intentando dormir. Nunca dormía tan temprano. Y esta noche tampoco era la excepción.

De pronto, escuché pasos. No provenían de adentro de la casa, sino de afuera. Era como si un animal estuviera caminando sobre las hojas secas que dejaban los árboles en el patio trasero del terreno de mis abuelos. ¿Un gato o un perro tal vez? No, los pasos sonaban tan fuertes que no creía que un animal tan pequeño pudiese pisar rompiendo las hojas secas con tanta facilidad. La posición en cómo estaba acostado daba precisamente hacia la puerta trasera, que en realidad era un pedazo de madera del tamaño de la salida, puesto con una tranca que impedía que pudiese abrirse por fuera, donde la luna iluminaba débilmente el piso del tinglado donde comíamos.

De pronto, pude ver cómo primero, en el suelo, asomaba la silueta de una cabeza de lo que parecía ser un lobo. “Ay Señor”, me dije en ese momento. Nunca fui tan creyente de Dios como lo fui en ese momento. “Espero que sea un perro”, me dije a mí mismo.

Lo peor de todo es que, cuando cruzó la silueta de la cabeza, pude ver que la sombra que proyectaba dicha figura andaba en dos patas, con garras en las manos y un andar casi encorvado.

Y luego, el sonido de pisadas desapareció. “¿Qué mierda acabo de ver?”, me pregunté a mí mismo. Mi ser quería gritar, quería hablar, pero jamás en mi vida había sentido un escalofrío tan horrible como aquella noche, incluso sentí cómo el calor del verano se desvanecía de mi cuerpo.

No dormí. Antes de dar las 5 de la mañana, por lo que pude revisar en mi reloj, empecé a ver cómo la luz de la casa se encendía para que mi abuelo pudiera vestirse, tomar su machete y subirse en su triciclo para ir a la milpa y trabajar la jornada de ese día. Mi abuelo era ejidatario, y tenía varias tierras que supervisaba el mismo, y lo hizo a diario, hasta su muerte casi 10 años después, incluso si llegó un momento de su vida cuando la fuerza en sus piernas se había desaparecido. Y mi abuela preparaba un poco de maíz de un costal que estaba apoyado en una de las paredes de la casa, lista para poder ir al molino y moler el maíz para las tortillas.

Tal vez mis estimados lectores se preguntarán si en el Dzitbalché del 2004 no había tortillerías como las hay en casi todo el país. Y la respuesta es que sí, las había, no era un pueblo apartado de Dios en medio de la sierra, tenía carreteras que la conectaban con todo el Camino Real y con Calkiní, había, y hay, tiendas de celulares, de renta de computadoras e incluso llegué a ver en el camino un centro de videojuegos, pero las tradiciones se niegan a desaparecer. Además, no es lo mismo una tortilla de tortillería, toda plana y endeble, que una hecha a mano con maíz fresco, gruesa e ideal para sumergir en el frijol. No señor, si usted, lector, no ha probado una tortilla así, no sabe de lo que se pierde.

Si bien, no dormí, no me levanté de la hamaca, esperando a que amaneciera. Fingí estar dormido y tratar de no moverme para evitar que supieran que no dormí toda la noche. Pero algo que me dejó helado es que, antes de que mi abuelo se fuera de la casa, le dijo a mi abuela algo en su lengua nativa, el maya (o “la maya” como se referían a ella mi papá y mis tíos). No pude entender lo que se decían, pero el tono con el que le hablaba parecía como de preocupación, además de que pude entender, entre sus palabras desconocidas para mí, algo que había leído hacía años en uno de mis libros de lecturas de primaria: “uay peek”.

Soy de recolectar datos inútiles en mi cabeza. Una vez, en mi niñez, recuerdo haber hecho un calendario hasta el 2015. Sí, estando apenas a finales de los noventa, en mi aburrimiento, hice un calendario que llegaba hasta el 2015. Increíblemente, hasta el 2000 cuando vi por última vez esas hojas que escribí con mi “calendario adelantado”, las fechas estaban sin ningún error.




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