I
El capítulo donde el brujo se robó un nombre
Antes de empezar con el interesante relato que les voy a contar, quiero advertirles que esta historia (por muy fascinante que resulte ser) no cuenta con el típico final feliz que uno podría esperar. ¿Han visto esas películas donde el héroe salva a la chica bonita del malo y le da un beso todo apasionado? Bueno, pues ésta no es una de esas historias, así que les aconsejo que cierren este libro y lo arrojen muy, muy lejos… ¿Ya? De acuerdo, entonces, para los que se quedaron, les aseguro que este relato les va a fascinar.
Nuestra historia empieza con dos hermanos. Un niño y una niña. Luisa, la menor, tenía 12 años de edad, y al ser la más intrépida de los dos, tuvo la grandiosa idea de entrar (sin permiso, claro) al jardín de la mansión que estaba al final de la calle. Quería tomar una de las rosas que estaban allí y regalársela a su madre, quien estaba en cama desde hace varios días debido a una terrible fiebre. Daniel, el mayor y el no tan intrépido de los dos, pensaba que ese plan no tenía nada de grandioso, y que los dos terminarían castigados.
-¡Luisa, Luisa! –llamó Daniel a su hermana, mientras observaba desde la banqueta cómo ella se brincaba el cerco y terminaba del otro lado-. Mejor no lo hagas, nos pueden regañar.
-Deja de preocuparte –contestó la niña-. Nada más serán unos minutos en lo que arranco una rosa. Le va a ayudar a mi mamá a sentirse mejor.
-Pero eso es robar. Si alguien te atrapa la vas a pasar mal.
Luisa estaba tan ocupada tratando de encontrar la rosa ideal, que apenas le prestaba atención a las advertencias de su hermano.
-No pasa nada –dijo Luisa, mientras rebuscaba con dedicación entre las rosas de aquel jardín-. Aquí hay muchas flores. Te apuesto que el que vive aquí ni cuenta se va a dar.
-Y además –prosiguió Daniel-, ¿no sabes lo que se dice en la escuela sobre el dueño de este lugar? Se rumora que es un terrible brujo que se come a los niños.
-¿No crees que ya estás grande como para creer en esos chismes? –Luisa estaba perdiendo la calma-. Mira este lugar. ¡Es un bellísimo jardín! ¿De verdad piensas que un brujo va a tener unas rosas tan bien cuidadas como éstas?
-No lo sé, Luisa. ¿Sabes qué?, creo que ni siquiera me importa. Se está haciendo tarde y mi mamá ya se ha de estar preguntando dónde estamos. Si quieres ayudarla de verdad, te sugiero que te regreses a la casa para que nos pongamos a hacer la cena. Te veo ahí.
Y sin decir más, Daniel abandonó a su hermana.
Por unos segundos, la rabia encendió las mejillas de Luisa. ¡Qué cobarde era su hermano mayor! Pues ni modo, allá él.
Y Luisa continuó con su búsqueda. Aventó rosa tras rosa, deshojando las delicadas flores al tiempo que les ponía las manos encima. Había de todos los colores: rojas, rosas, amarillas, naranjas… pero ninguna del color que quería para su mamá. ¿Dónde se encontraba la que ya había visto antes? Dos días atrás, mientras regresaba de la escuela, acompañada de Daniel, se había fijado en una pequeña rosa blanca, igual de pura que la piel de su mamá. Sólo que ahora ya no seguía en el mismo sitio que ella recordaba.
Dándose por vencida, Luisa creyó que lo mejor sería regresar después. Estaba a punto de escalar el cerco, cuando una voz detrás la sobresaltó.
-¿Quién eres?
El hombre que apareció en el jardín vestía un traje todo de negro y llevaba consigo un bastón.
-¿Quién eres? –repitió el hombre. En su voz no había enfado ni disgusto. De hecho, hablaba con la misma tranquilidad con la que alguien pregunta la hora.
-Me llamo Luisa.
La niña estaba petrificada. ¿Qué iba a pasar con ella? Seguramente se la llevaría la policía y la meterían a la cárcel.
Con seis largos pasos, el hombre bien vestido se acercó a Luisa. Pronto, la niña quedó arrinconada entre el señor y el cerco. No había escapatoria.
-Y dime, Luisa –dijo él, con esa misma voz tan tranquila- ¿tú arruinaste todas las rosas de este jardín?
Luisa quiso explicarse. Intentó decirle al señor que su única intención había sido tomar una simple rosa para su mamá enferma. Pero cuando trató de formar palabra, se dio cuenta de lo tonto que sonaba su pretexto. Robar era robar.
-Sí –respondió Luisa. Fue lo único que logró decir.