La primera vez que Argyr notó la compañía de la sombra que se cernía sobre su cuerpo, tenía ocho años.
Estaba solo en su cuarto, jugando con el Lego que su tía le había regalado. Era una tarde de primavera, aunque el sol se había escondido aquel día, ahuyentado por nubes grises que amenazaban con una lluvia. Al crecer, Argyr recordaría este día y se preguntaría si fue la lluvia y el viento que zarandeaba los árboles con violencia, quitándole el protagonismo a una esperada primavera, lo que llevó a la sombra a colocarse detrás de él, sentado, paciente a que Argyr levantara la mirada hacia el espejo de pie contra la pared.
Al notar la sombra, sus ojos buscaron la forma de la criatura, pero no había ninguna. Era inútil buscarle el sentido. Era una mancha negra; sin ojos, ni boca. Sin brazos, ni piernas. Mas, Argyr sabía que no era propia de él; sino de alguien o algo más.
Argyr, con sus ocho años de edad, continuó jugando.
Ignoraba cuál era el plan al acabar el juego; tal vez creía que la sombra no estaría allí. Que se levantaría a acomodar el Lego en su lugar y estaría solo. Sin embargo, no fue así.
Su madre lo había llamado para cenar y él bajó las escaleras, seguido de la sombra como si la hubieran cocido a sus talones. Se sentó en la mesa, la mancha negra detrás. Y es que, la criatura no respiraba, no hablaba, no molestaba; pero su presencia estaba allí y Argyr la sentía. La veía. Aunque no pudiera tocarla.
Esperaba porque su madre levantara la mirada y viera la sombra. Esperaba que soltara el plato de comida del susto, gritara porque la criatura se alejara de su hijo; pero cuando su madre lo miró, lo único que notó fue cansancio en sus ojos. Era tarde; había sido una larga jornada de trabajo. Capaz, por eso no notó que Argyr no estaba solo comiendo el filete.
Pero al día siguiente, su madre lo llevó al colegio y continuó con su día, ignorante al hecho de que, si bien ella no podía ver lo que perseguía a su hijo, los otros niños en el colegio sí.
La primera reacción que obtuvo fue la que secretamente esperaba ver en su madre. Los niños en el salón gritaron, señalando a Argyr en cuanto cruzó la puerta del salón. El profesor, adulto y serio, pidió que callasen. Era Argyr, después de todo. ¿Por qué gritaban a ver a su propio compañero?
Argyr no comprendía por qué sus compañeros causaban tanto alboroto. Aceptaba que se hubieran asustado al ver la sombra gigante cernirse sobre su cuerpo pequeño, pero no lograba comprender la razón por la cual lo habían dejado solo en el recreo.
—Tienes que irte —susurró Argyr a la sombra. No se giró para mirarla; puesto que sentía los ojos de sus compañeros sobre él. Había decidido, aquel día, quedarse en el salón en horario de recreo. Creía que así evitaría los susurros y miradas curiosas; pero había olvidado que la ventana del salón daba al patio—. Nadie querrá hablarme si sigues aquí.
Mas, la sombra no respondió. Se mantuvo en su lugar, amenazando al niño desde la oscuridad.
Pronto, Argyr comprendió que la sombra no lo dejaría. Pasaron los días, meses y años. A los dieciséis decidió que era momento de cambiarse de colegio. Conocer gente nueva, nuevos profesores y compañeros; compañeros que tal vez no verían la sombra. Así como ningún adulto que conocía parecía darse cuenta de la eterna nube negra sobre su cabeza.
—¿Te verán? —preguntó al espejo de su habitación hacia la sombra detrás de él—. Puedo vivir contigo. Pero no con otros sabiendo de tu existencia —añadió. La sombra no respondió. Era extraño la conformidad que había llegado a adoptar ante este ente desconocido; sobre todo frente al hecho de que la sombra se hacía cada vez más grande. Distrayéndolo de su vida; de sus estudios. Su vida estudiantil había ido tan picada como la social; y no sabía cómo remontarla. La única solución que encontraba era que la sombra se volviera invisible para todos.
Creía que, con el paso de los años, Argyr acabaría siendo más alto que la criatura. Tal vez la pasaría, convirtiéndose él en la sombra. Mas, su cuerpo creció y, por cada centímetro que añadía, la sombra crecía cinco más. Era tan grande que se había convertido en su propio cielo. Ni siquiera el sol era un oponente para esto.
El día llegó y Argyr se presentó en su nueva escuela. Cruzó la puerta de su nuevo salón, esperando una bienvenida fría que pronto se transformaría en cuanto lograra hacer nuevos amigos. Pero se encontró con una escena que lo llevó de vuelta a su infancia.
Gritos, cuestionamientos, señalamientos; y un profesor adulto llamando al silencio.
Argyr tomó asiento, convirtiéndose en el centro de atención entre los susurros y miradas de sus compañeros.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó en el salón vacío mientras todos estaban en el receso. Por suerte, este salón no tenía ventanas que dieran al patio. Aunque imaginaba las conversaciones que estarían llevándose a cabo fuera de estas cuatro paredes—. Dímelo. No entiendo. —Por primera vez, rogó. No lloró, porque aguantó sus lágrimas, pero sentía que el poder de la sombra lo estaba rodeando.
Lo que alguna vez le pareció inocente a los ocho años, ahora le parecía una tortura. ¿Cómo se quitaría esta mancha de encima? ¿Qué debía hacer si esta criatura extraña no le daba respuestas? Toda la gente de su edad y menores podían ver la sombra que lo perseguía.
Hablar con un adulto no era una opción. Su madre no lo veía. Los profesores tampoco. Ningún adulto se percataba de lo que sucedía. Entonces, ¿qué opción le quedaba?
Convivir con esto no era la solución. Deseaba, por primera vez, despertar y no verla más. ¿Cómo lo haría?
—¿Es a mí a quien quieres? —preguntó despacio.
No esperó una respuesta. Tampoco la hubo; supuso que de todas formas sabía lo que debía hacer para detener la sombra.
Aquel día cuando volvió a su casa, fue hasta su habitación. Era una suerte que su madre trabajara hasta tarde durante la semana; le daba tiempo para pensar. Aunque ya había tomado una difícil decisión.
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Editado: 20.12.2021