La primera luz del amanecer luchaba por abrirse paso entre los centenarios robles del campus de la Universidad de Athelburg, proyectando sombras alargadas y ominosas sobre los antiguos edificios de piedra. Eran las seis y media de la mañana, y la tranquilidad habitual que precedía al bullicio estudiantil se vio abruptamente rota por el sonido estridente de una alarma, no la de incendio o emergencia, sino el peculiar pitido agudo de la seguridad interna que se activaba cuando una puerta restringida permanecía abierta por más tiempo del debido. La fuente era el ala de Humanidades, en el edificio más antiguo del campus, conocido por sus intrincados pasillos y sus bibliotecas polvorientas.
El primero en responder fue Ricardo Morales, un joven y diligente guardia de seguridad nocturno, cuyo turno estaba a punto de terminar. Ricardo, un exestudiante de sociología que se había quedado trabajando en la universidad para pagar sus deudas, conocía cada recoveco de Athelburg, cada atajo y cada puerta que solía atascarse. La alarma venía del tercer piso, concretamente del ala reservada a los despachos de los profesores de Historia Antigua. Con paso rápido pero cauteloso, subió las escaleras de mármol desgastado, el pitido de la alarma resonando en sus oídos. Al llegar al pasillo, notó que la puerta del despacho 307 estaba entreabierta, una tenue luz escapándose de su interior. El despacho pertenecía a la Dra. Elena Rojas, una eminencia en historia medieval y una mujer conocida por su dedicación casi monacal a su trabajo. Era inusual que alguien estuviera allí tan temprano, y mucho menos con la puerta abierta y la alarma sonando.
Ricardo empujó la puerta con cuidado. El pitido se hizo más fuerte, casi doloroso. La escena dentro del despacho era de un caos incomprensible. Montones de libros y papeles yacían desparramados por el suelo, algunos arrastrados por lo que parecía ser una lucha. Una silla de oficina estaba volcada, y una lámpara de escritorio yacía rota, su cable enredado en un montón de manuscritos antiguos. El aire estaba cargado con un olor metálico y dulce, inconfundiblemente el de la sangre. Ricardo sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. Sus ojos se fijaron en la figura desplomada junto al escritorio de madera maciza.
Era la Dra. Elena Rojas. Estaba de rodillas, con la cabeza apoyada en el borde del escritorio, su cabello oscuro cubriendo parte de su rostro. Una mancha oscura y expansiva se extendía por la parte trasera de su blusa, tiñendo de rojo el tejido de forma grotesca. El suelo bajo ella, ya salpicado de papeles y libros, ahora también mostraba regueros que confirmaban la tragedia. Entre los documentos esparcidos, algunos llamaban la atención por sus gráficos y tablas, y en varios de ellos, la frase "Beca Athelburg" destacaba, garabateada o subrayada con una urgencia febril. La alarma de seguridad, diseñada para disuadir, ahora solo servía para amplificar el horror de la escena, como un grito silencioso de la víctima.
Ricardo se quedó paralizado por un instante, su mente intentando procesar lo que sus ojos veían. El cerebro le gritaba "no toques nada", pero su instinto lo empujó a comprobar. Se acercó con manos temblorosas y tocó el cuello de la Dra. Rojas. Su piel estaba fría. No había pulso. Un suspiro ahogado escapó de sus labios. Era demasiado tarde.
Su entrenamiento de seguridad tomó el control. Se apartó rápidamente, sus guantes ya contaminados. Sacó su radio con manos temblorosas y apretó el botón, su voz apenas un susurro que se quebraba por el shock. "Control, aquí Morales. Edificio de Humanidades, despacho 307. Necesito a la policía y una ambulancia. Tenemos... tenemos una situación grave. La Dra. Rojas... creo que está muerta." La voz del operador, distorsionada por la estática, le respondió con la urgencia que la situación demandaba, pero Ricardo ya no escuchaba. Sus ojos, fijos en la figura inmóvil de la Dra. Rojas, no podían apartarse de la escena que había presenciado. La pesadilla apenas comenzaba en la Universidad de Athelburg.