El primer aliento de la mañana aún se sentía fresco y húmedo cuando las sirenas, antes distantes y apenas audibles, comenzaron a rasgar el aire de Athelburg con una urgencia brutal. El sonido se propagaba por el campus, despertando a los pocos estudiantes madrugadores y a los residentes cercanos, que se asomaban curiosos por sus ventanas. Las luces azules y rojas de los vehículos de emergencia ya parpadeaban contra las fachadas de piedra del edificio de Humanidades, tiñendo el amanecer de una paleta gótica y macabra.
El Detective Javier Solís no necesitó las sirenas para saber que el día sería largo y desagradable. El mensaje de radio había sido conciso: "Homicidio, Universidad de Athelburg, despacho 307 de Humanidades". Trece años en la fuerza le habían enseñado que los crímenes en entornos académicos, a menudo idealizados, solían ser los más intrincados y venenosos. La calma superficial de esos lugares a menudo ocultaba corrientes subterráneas de resentimiento, ambición desmedida y secretos guardados con celo.
Al llegar, la escena ya estaba acordonada. El joven guardia de seguridad, Ricardo Morales, estaba sentado en el suelo del pasillo, pálido y tembloroso, mientras un paramédico le ofrecía una manta térmica y una taza de café humeante. Solís, un hombre de hombros anchos y mirada intensa, marcada por años de ver lo peor de la humanidad, se acercó al oficial de uniforme que custodiaba la entrada del despacho 307.
"Detective Solís, Homicidios," dijo con su voz grave, mostrando su placa.
"Oficial Vargas, señor. Escena segura, nadie ha entrado. El guardia que encontró el cuerpo está en shock, pero no tocó nada más allá de comprobar el pulso," informó Vargas, su voz tensa.
Solís asintió, su mente ya procesando los detalles. Entró al despacho, su mirada recorriendo cada rincón. El caos era evidente: libros esparcidos, una silla volcada, la lámpara rota. El hedor metálico de la sangre era más pronunciado aquí, casi dulce. Se detuvo junto al escritorio, observando la figura de la Dra. Elena Rojas. Su posición, arrodillada y desplomada, sugería una muerte repentina y violenta. La mancha oscura en su blusa confirmaba la causa del horror.
El fotógrafo forense ya estaba trabajando, el clic de su cámara el único sonido que rompía el silencio lúgubre. Los técnicos de huellas dactilares se movían con metódica eficiencia, espolvoreando polvo sobre superficies, revelando patrones invisibles. Solís se agachó, examinando el desorden. Su vista se posó en los papeles desparramados. No era un mero desorden, sino el resultado de una lucha. Y allí, entre gráficos y anotaciones manuscritas, la frase "Beca Athelburg" aparecía repetidamente, a veces subrayada con la fuerza de un descubrimiento reciente, otras con la furia de una obsesión.
"¿Qué tenemos?" preguntó Solís a la forense jefa, la Dra. Elisa Márquez, una mujer pragmática con una habilidad impresionante para mantener la calma en las peores circunstancias.
Márquez, con guantes de látex y una linterna de mano, examinaba la herida fatal en la cabeza de la víctima. "Traumatismo contundente severo, Detective. Por la naturaleza de la herida, parece que fue un golpe único y muy fuerte. Muerte casi instantánea." Se irguió y señaló el área circundante. "No hemos encontrado el arma homicida aún. Parece que fue retirada."
Solís asimiló la información. Un arma retirada significaba premeditación, no un arrebato impulsivo, o al menos un intento de encubrimiento rápido. Sus ojos volvieron a los papeles de la beca. Si la Dra. Rojas había sido asesinada por lo que estaba investigando, entonces esos documentos eran la clave.
"Necesito que recopilen cada fragmento de papel, cada nota, cada libro relevante en este despacho. Especialmente cualquier cosa que mencione la 'Beca Athelburg'," ordenó Solís. "Y necesito una lista de todos los contactos de la Dra. Rojas, su historial laboral en la universidad, y cualquier conflicto que pudiera haber tenido."
Mientras los forenses seguían su trabajo, Solís se alejó un momento para llamar a su superior, el Capitán Ruiz, y darle un primer informe. La Universidad de Athelburg, con sus muros centenarios y su aparente paz, acababa de convertirse en la escena de un crimen que, Solís lo presentía, desenterraría verdades mucho más antiguas que el cuerpo de la Dra. Elena Rojas. Este no sería un caso cualquiera; este era un crimen con raíces profundas en la sombra del pasado de la institución.