El despacho del Dr. Adrián Castro, ubicado dos pisos por debajo del de la Dra. Rojas, era un estudio pulcro y ordenado, un marcado contraste con el caos que había dejado la muerte de Elena. Libros meticulosamente alineados en estanterías de madera oscura, una mesa de caoba impecable y un aire denso, casi opresivo, de formalidad. El propio Dr. Castro, con su impecable traje de tweed y una mirada serena, parecía la encarnación de la respetabilidad académica. Había accedido a la entrevista de inmediato, con una cortesía distante que Solís encontró inquietante.
"Gracias por recibirme, Dr. Castro," comenzó Solís, tomando asiento frente al escritorio, sin perder detalle de la expresión del hombre. "Lamento profundamente las circunstancias."
"Es una tragedia horrible, Detective," respondió Castro, su voz medida y sin matices, casi robótica. "Elena era una colega brillante. Es impensable que algo así ocurra en Athelburg."
Solís notó la ausencia de cualquier signo de dolor genuino, o al menos de una conmoción esperada. Era una profesionalidad fría, una contención extrema. "Entiendo que usted y la Dra. Rojas compartían el departamento de Historia. ¿Cómo era su relación?"
Castro entrelazó sus dedos sobre el escritorio. "Puramente profesional, Detective. Compartíamos algunas comisiones de evaluación y ocasionalmente discutíamos investigaciones. Nada fuera de lo común en el ámbito académico."
"¿Discutían? ¿Hubo alguna fricción reciente entre ustedes?" Solís fue directo al grano.
Una pausa apenas perceptible. "Las discusiones académicas son habituales, Detective. Diferencias de opinión sobre enfoques metodológicos o interpretaciones históricas. Elena tenía sus propias teorías, a veces un tanto... audaces. Nada personal, le aseguro."
Solís se inclinó ligeramente. "La Dra. Rojas estaba investigando la historia de la Beca Athelburg. ¿Estaba usted al tanto de esa investigación?"
La mirada de Castro se endureció un milímetro, casi imperceptible. "Sí, lo estaba. Ella me lo comentó brevemente. No entendí el propósito de desenterrar algo tan antiguo. La beca ha existido por siglos. ¿Qué utilidad tiene remover el pasado?" La pregunta sonó más a una afirmación que a una genuina curiosidad.
"Parece que ella encontró algo significativo," replicó Solís, observando cada reacción. "Algo relacionado con manipulación y fraude en la concesión de esa beca."
Castro frunció el ceño, una máscara de incredulidad. "Manipulación, fraude... Detective, la Beca Athelburg es la más prestigiosa de esta universidad. Los criterios son rigurosos. Tales acusaciones serían... difamatorias. Elena era brillante, pero a veces su celo investigador la llevaba por caminos especulativos."
"¿Especulativos, o peligrosos?" inquirió Solís, su voz tranquila pero firme. "Sabemos que la Dra. Rojas tenía pruebas. Y sabemos que había identificado a los cerebros de ese fraude, personas que se beneficiaron de esa manipulación hace décadas."
La mandíbula de Castro se tensó. Por un instante, una emoción fugaz, un destello de algo parecido al resentimiento o al miedo, cruzó sus ojos antes de que volviera a controlar su expresión. "No tengo idea de a qué se refiere, Detective. Desconozco por completo cualquier fraude o la identidad de quienes podrían haberlo perpetrado. Ni siquiera sé por qué esto me lo pregunta a mí."
"Porque su nombre ha surgido, Dr. Castro," Solís no le dio tregua. "Usted fue un candidato a esa beca hace años, ¿no es así? Un estudiante prometedor que, según algunos, fue injustamente privado de ella."
El aire en el despacho se volvió pesado. Castro, por primera vez, rompió su postura, recostándose en su silla. "Eso es historia antigua, Detective. Un malentendido, nada más. Me esforcé, me levanté y construí mi carrera por mis propios medios. No veo la relevancia de traer eso a colación ahora." Su voz, aunque controlada, llevaba un matiz de helada furia.
"La relevancia, Dr. Castro, es que la Dra. Rojas estaba a punto de exponer la verdad sobre esa beca. Y si esa verdad incluía su nombre como víctima de un fraude, o si amenazaba con sacar a la luz a quienes se beneficiaron de ello y que usted quizás protegía, eso podría ser un motivo. ¿Tuvo alguna discusión con la Dra. Rojas la noche de su muerte sobre lo que ella había encontrado?"
El silencio se instaló, tenso y largo. Los ojos de Castro se fijaron en Solís, inescrutables. "Detective, estoy conmocionado por la muerte de Elena. Estoy dispuesto a cooperar en todo, pero estas insinuaciones sobre mi pasado y un crimen son inaceptables. No tuve ninguna discusión con ella la noche de su muerte. Estaba en casa."
"¿Alguien puede corroborar eso, Dr. Castro?"
"Vivía solo. No necesito coartada para estar en mi propia casa."
Solís no respondió de inmediato. Sabía que había tocado una fibra sensible. La negación de Castro, aunque firme, carecía de la convicción de la inocencia. Había miedo en sus ojos, un miedo profundo que iba más allá de ser un simple sospechoso. Solís se levantó. "Gracias por su tiempo, Dr. Castro. Si recuerda algo más, no dude en contactarme. Es posible que volvamos a necesitar hablar con usted."
Castro asintió, su mirada fija en el Detective. La puerta se cerró tras Solís, dejando al Dr. Adrián Castro solo en la impecable quietud de su despacho, con una sombra que se cernía, no solo sobre la universidad, sino sobre su propio y meticulosamente construido mundo. Solís lo supo: había encontrado su primer y más probable sospechoso.