La oficina del Detective Solís ya no era un espacio de calma funcional; se había transformado en un campo de batalla silencioso. La tenue luz del atardecer apenas penetraba las persianas bajadas, y el aire se sentía cargado. El Dr. Adrián Castro estaba sentado al otro lado del escritorio, con la misma compostura gélida que en su primer encuentro, pero Solís notó una tensión casi imperceptible en la línea de su mandíbula. El oficial Vargas y la Detective Guzmán estaban presentes, observando en silencio.
"Dr. Castro," comenzó Solís, su voz tranquila, casi un susurro en la habitación. "Agradezco que haya venido tan pronto. Necesitamos aclarar algunas inconsistencias."
"Soy un hombre ocupado, Detective. Espero que esto no sea otra ronda de especulaciones sobre viejos rencores universitarios."
Solís le ignoró. "En nuestro primer encuentro, usted afirmó que no tuvo contacto alguno con la Dra. Rojas la noche de su muerte. Dijo que estuvo en casa, solo."
"Y así fue," replicó Castro, su mirada inquebrantable.
Solís deslizó una hoja de papel sobre el escritorio hacia Castro. Era una copia del registro de llamadas internas de la universidad. "Esta es una transcripción de los registros telefónicos de la universidad. Muestra una llamada saliente del despacho de la Dra. Rojas a su despacho, el 307 de Humanidades, la noche del 15 de octubre de 2024, a las 23:10 horas. La llamada duró nueve minutos y cuarenta y siete segundos. La hora de la muerte de la Dra. Rojas se estima entre las 23:30 y la 01:00."
El silencio que siguió fue denso, el tic-tac apenas audible de un reloj de pared parecía amplificarse. La impecable compostura de Castro comenzó a desmoronarse. Sus ojos, antes inescrutables, parpadearon una vez, dos veces, y luego se desviaron hacia la ventana, evitando la mirada de Solís. Un sudor frío perló su frente.
"Yo... yo no recuerdo esa llamada," balbuceó Castro, su voz, por primera vez, quebrándose. "Debo haber... debo haberme equivocado."
"¿Equivocado, Dr. Castro? ¿O mintiendo?" la voz de Solís se mantuvo firme. "La Dra. Rojas lo llamó. Estuvo en su despacho esa noche. Y no solo la llamó, sino que hablaron durante casi diez minutos. ¿De qué hablaron? ¿De la Beca Athelburg? ¿De las pruebas que ella había encontrado? ¿De las identidades que estaba a punto de revelar?"
Castro se recostó en su silla, su rostro pálido. La máscara de la normalidad se había resquebrajado, revelando el miedo subyacente. "Ella... sí, ella llamó," admitió, la voz apenas un susurro. "Me llamó porque había encontrado algo. Algo sobre la beca. Dijo que tenía pruebas irrefutables. Dijo que iba a exponer a todos. A los que la manipularon desde el principio. Y a mí."
Solís se inclinó hacia adelante. "Cuéntenos. ¿Qué le dijo exactamente?"
"Me dijo que mi nombre estaba en sus papeles," la voz de Castro era apenas audible, llena de una amargura antigua. "Que yo había sido víctima de una manipulación. Que mi caso era una prueba clave del fraude histórico. Dijo que lo haría público. Que todos sabrían lo que realmente me pasó, cómo me robaron mi futuro. Que la universidad sería desacreditada. No lo iba a permitir. No de nuevo." La última frase salió con un gruñido, revelando el resentimiento que había permanecido oculto durante décadas.
"Así que fue al despacho de la Dra. Rojas, ¿no es así?" continuó Solís, su voz inmutable. "Después de esa llamada. Fue a confrontarla."
Castro levantó la vista, sus ojos inyectados en sangre. No había negación esta vez, solo una profunda desesperación. "Fui. Fui a pedirle que se detuviera. Que no destruyera lo que tanto me había costado construir. Ella no me escuchó. Dijo que la verdad era más importante. Me dijo que lo contaría todo, que no podía vivir con eso en su conciencia." La voz de Castro subió de tono, cargada de una mezcla de justificación y locura. "No me dejó otra opción. No podía permitir que lo hiciera. No después de todo lo que había pasado. No después de todo lo que había sacrificado para llegar hasta aquí."
El aire se llenó con el peso de la confesión tácita. Solís no necesitó más. La historia de la beca, el fraude, el resentimiento latente de Castro, el miedo a que su pasado se hiciera público... todo encajaba.
"Dr. Castro," dijo Solís, su voz ahora firme y autoritaria, "queda usted arrestado por el asesinato de la Dra. Elena Rojas. Tiene derecho a permanecer en silencio. Todo lo que diga puede y será usado en su contra en un tribunal. Tiene derecho a un abogado..."
Mientras el oficial Vargas se acercaba para leerle sus derechos y colocarle las esposas, el Dr. Adrián Castro se derrumbó en la silla, sus ojos vacíos, fijos en algún punto distante, como si la sombra de Athelburg, que había intentado silenciar con un crimen, finalmente lo hubiera alcanzado. La investigación sobre la Beca Fundacional de Athelburg apenas comenzaba, pero el asesino de la Dra. Rojas ya estaba bajo custodia.