La llamada del Rector Herrera encontró al Detective Javier Solís en su modesto apartamento, tratando de digerir el último informe de la Comisaría de Providencia. La mención de Athelburg, incluso después de los eventos del Vigilante, siempre le producía una punzada de fastidio. Demasiados secretos, demasiadas sombras para una sola institución. Pero la descripción del hallazgo lo intrigó: un esqueleto humano en los cimientos de la vieja biblioteca. Esto no era un sabotaje ni un fraude; era algo mucho más primario.
Minutos después, Laura Guzmán llegó a buscarlo, su expresión una mezcla de curiosidad y la misma resignación de Solís. "Parece que la 'nueva era de transparencia' de Athelburg tiene cimientos más profundos de lo que esperaban, ¿eh, Jefe?" bromeó, mientras Solís se abrochaba la chaqueta.
Al llegar al campus, la escena alrededor de la biblioteca era un hervidero. Cintas amarillas de la PDI acordonaban la zona, y un grupo de obreros, con rostros pálidos, observaba en silencio. El Rector Herrera los recibió con una expresión de profunda angustia. "Detective Solís, Detective Guzmán... esto es... inaudito. Creíamos que ya habíamos visto todo lo que Athelburg podía ocultar."
Solís asintió, su mirada fija en la entrada de la biblioteca. "Parece que la historia tiene una forma peculiar de repetirse, Rector. O de revelarse."
Dentro del "Salón de los Antiguos", el aire era frío y húmedo, impregnado con el olor a tierra, cal y el inconfundible tufo de la antigüedad. La luz de los focos forenses iluminaba la cavidad en el muro, revelando el esqueleto en su lecho de polvo y escombros.
La Dra. Elisa Márquez, la forense de confianza de Solís, ya estaba arrodillada junto al descubrimiento, trabajando con una delicadeza metódica. Su rostro, enmarcado por el equipo de protección, estaba pensativo mientras examinaba los restos.
"La posición es inusual, Detective," comentó Márquez sin levantar la vista, su voz amortiguada por la mascarilla. "Claramente, no un entierro formal. Y el trauma craneal es severo. Un golpe directo con un objeto contundente. Mortal."
Solís se inclinó para observar de cerca. Entre los huesos de la caja torácica, vio el broche que el capataz había mencionado. Era de bronce, corroído por el tiempo, pero aún se distinguían unos intrincados grabados.
"¿Podemos datarlo, Doctora?" preguntó Guzmán, tomando notas.
Márquez se puso de pie, quitándose un guante para limpiar la lente de sus gafas. "Por el estado de los huesos, la mineralización y los pocos restos de tejido, diría que estamos hablando de un periodo considerable. Más de un siglo, sin duda. Mi estimación inicial es finales del siglo XIX, quizás la primera década del siglo XX a lo sumo. Necesitaré más pruebas, por supuesto, pero la antigüedad es clara."
Solís y Guzmán intercambiaron una mirada significativa. Esto era diferente. Un homicidio moderno, con sus testigos y su tecnología, era una cosa. Pero un crimen sepultado por más de cien años, bajo los mismísimos cimientos de Athelburg, era un desafío completamente distinto. La sombra de la universidad no solo se extendía al presente; ahora, había revelado un eco oscuro desde su propio pasado fundacional. El "Laberinto de los Fundadores" no era solo un nombre; era, pensó Solís, el nuevo terreno de juego donde la verdad había estado oculta por demasiado tiempo.
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Editado: 29.08.2025