La Sombra de Athelburg: El Laberinto de los Fundadores

Capítulo 3: El Aliento del Pasado

En el aséptico ambiente del laboratorio forense de la PDI, a kilómetros de la venerable quietud de Athelburg, los restos de Julián Vargas hablaban un lenguaje mudo de siglos. La Dra. Elisa Márquez, con la meticulosidad que la caracterizaba, supervisaba cada paso del análisis. Solís y Guzmán observaban, sabiendo que cada fibra, cada partícula de tierra, podía ser una clave para desentrañar el misterio.

"La datación por carbono 14 nos dará una precisión mayor, pero mis estimaciones iniciales se mantienen," explicó Márquez, señalando una radiografía del cráneo. "El traumatismo craneal fue severo. Un solo golpe. La fractura es limpia y penetrante, compatible con un objeto de superficie pequeña y contundente, aplicado con mucha fuerza. Un martillo de geólogo, quizás un instrumento de hierro."

Sobre una mesa de acero inoxidable, los pocos objetos encontrados junto al esqueleto estaban dispuestos con cuidado. El broche de solapa, aunque corroído, ahora revelaba mejor sus detalles bajo una luz especial. Era de bronce, con un diseño intrincado: un pequeño león rampante sobre un escudo con tres estrellas. Había también fragmentos de lo que pareció ser un tejido de lana fina, muy deteriorado, y unas pocas monedas de cobre y plata, la más legible de ellas datada en 1898.

"Estos objetos son cruciales para el contexto, Detective," comentó Márquez, acercándose al broche con unas pinzas. "Indican una persona de cierta posición social, o al menos con acceso a bienes de calidad. Las monedas confirman la era, fin del siglo XIX."

Solís tomó una fotografía del broche con su teléfono, pensando en cómo algo tan pequeño podía haber sobrevivido tanto tiempo oculto. "El Dr. Soto, el historiador de la universidad, cree que el emblema del broche pertenece a una de las familias fundadoras de Athelburg, aunque una rama que, según él, tuvo problemas o cayó en desgracia."

"Interesante," murmuró Laura. "Eso conectaría al desconocido con los cimientos mismos de la institución, no solo con el edificio."

Mientras Márquez continuaba con su trabajo, Solís y Guzmán regresaron a Athelburg. El Rector Herrera les había facilitado el acceso a la Sala de Archivos Históricos, un lugar raramente visitado, lleno de estanterías de madera oscura y el aroma inconfundible del papel envejecido.

Allí, el Dr. Elías Soto los esperaba, un hombre menudo con gafas de montura fina y una pasión palpable por el pasado. Tenía varios tomos antiguos abiertos sobre una mesa de lectura.

"El broche... es fascinante," dijo Soto, señalando el emblema. "El león rampante con las tres estrellas es un símbolo menor de la familia Valdivieso, una de las que aportó significativamente a la fundación de Athelburg, allá por 1880. Pero, si no me equivoco, esta versión específica era utilizada por una línea colateral, la de los Valdivieso-Lagos, que tuvo un sonado escándalo familiar o una bancarrota en los primeros años del siglo XX. Sus nombres fueron, en cierto modo, 'borrados' de la historia oficial de la universidad."

Solís entrecerró los ojos. "Borrado. Interesante palabra, Dr. Soto. ¿Cree que podría haber una conexión entre este esqueleto y el 'borrado' de esa rama familiar?"

Soto se encogió de hombros, una expresión de fascinación y cautela en su rostro. "En la historia de Athelburg, Detective, no hay coincidencias. Solo verdades convenientemente olvidadas. Siempre se rumoreó un 'incidente desafortunado' en la construcción del ala de la biblioteca, algo que los fundadores quisieron mantener en secreto para preservar la imagen de la naciente institución."

Solís sintió un escalofrío. La "sombra" de Athelburg, esta vez, no era un fraude reciente ni una vendetta personal. Era el eco de un secreto silenciado, un crimen enterrado junto con los cimientos de la propia universidad. Y él y Laura acababan de desenterrarlo.




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