La entrada en el diario anónimo era una pieza de un rompecabezas centenario que, por fin, comenzaba a cobrar forma. Solís sentía esa familiar punzada de emoción que le indicaba que estaban muy cerca de la verdad. Con el apoyo del Dr. Soto, el objetivo era doble: confirmar sin lugar a dudas que el esqueleto pertenecía a Julián Vargas y descifrar la "verdad incómoda" que pudo haberle costado la vida.
La Dra. Márquez, utilizando las últimas técnicas de reconstrucción forense, había logrado una aproximación más precisa del rostro del esqueleto, basada en la estructura craneal. El resultado fue una imagen digitalizada, una silueta fantasmal de un joven con rasgos finos y una mirada intensa. El Dr. Soto, al verla, exclamó: "¡Es él! Es el 'joven prodigio'. Hay algunas fotografías de él en viejos anuarios estudiantiles de arquitectura, aunque son muy escasas. Siempre se le consideró un alma muy talentosa, pero también un tanto... rebelde para la época."
Guzmán se encargó de rastrear los últimos registros conocidos de Julián Vargas antes de su abrupta desaparición. Confirmaron que había asistido regularmente a clases hasta finales de 1903, y luego simplemente dejó de aparecer. No había solicitudes de retiro, ni cartas a su familia notificando un viaje. Solo el silencio. Su beca, una vez codiciada, fue discretamente reasignada sin explicación, un hecho que pasó desapercibido en el bullicio de los primeros años de la universidad.
"El silencio institucional es ensordecedor en este caso," comentó Solís, mientras revisaba los pocos documentos que existían sobre Vargas. "Alguien con poder quiso que desapareciera sin dejar rastro, incluso de los libros de Athelburg."
La búsqueda de la "verdad incómoda" de Vargas los llevó de nuevo a los planos de la biblioteca, pero esta vez con una perspectiva diferente. Si Vargas era un estudiante de arquitectura brillante y estaba trabajando en el proyecto de la biblioteca, ¿qué podría haber descubierto? El Dr. Soto sugirió revisar los informes de inspección de la época y los libros de contabilidad detallados de la construcción, si es que existían.
Tras días de búsqueda incansable en los archivos, Laura encontró un conjunto de libros contables menores, escondidos detrás de unos volúmenes de actas en una estantería olvidada. No eran los registros oficiales, sino una especie de "libro auxiliar" de gastos de obra, con anotaciones a mano. En varias páginas, se detallaban pagos significativos y recurrentes a proveedores de materiales de baja calidad, sobre todo para cimientos y estructuras internas, muy por debajo de los estándares y costos esperados para un edificio de la magnitud de la biblioteca. Esos pagos estaban aprobados por un pequeño círculo de supervisores, entre ellos el padre de Carlos Aldunate, quien también era parte de la junta directiva inicial de Athelburg.
"Mira esto, Jefe," dijo Laura, señalando las cifras. "Materiales de mala calidad, desviados de un presupuesto mucho mayor. Fraude en la construcción, en los mismísimos cimientos de la universidad."
Solís sintió una punzada de familiaridad. Fraude en la construcción, dinero desviado... La sombra de la corrupción no era exclusiva del siglo XXI. El joven Julián Vargas, un idealista y prometedor arquitecto, seguramente había notado las irregularidades. Quizás intentó denunciarlas.
"Vargas pudo haber descubierto que la integridad del edificio estaba comprometida, y que los fondos estaban siendo desviados," murmuró Solís. "Eso habría deshonrado no solo a la familia Aldunate, sino a la reputación naciente de Athelburg. Un escándalo así, en sus primeros años, habría significado la ruina."
La "verdad incómoda" no era un chisme; era una acusación de fraude a gran escala que manchaba los orígenes de la universidad. Julián Vargas no solo era la víctima; era un testigo. Y su genio, al parecer, había sido su sentencia de muerte, silenciado y enterrado en el mismo laberinto que estaba ayudando a construir.
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lasombradeathelburg, detective javier solís, el laberinto de los fundadores
Editado: 19.09.2025