Con la identidad de Julián Vargas confirmada y el motivo —el descubrimiento de un fraude constructivo— perfilado, Solís y Guzmán se enfrentaron al desafío de conectar un crimen de hace un siglo con el presente. La clave, creían, residía en los descendientes de las familias involucradas: los Vargas, casi borrados de la historia, y los Aldunate, aún prominentes.
La búsqueda de los herederos de Julián Vargas fue un trabajo detectivesco en sí mismo. Laura Guzmán, con su pericia en investigación digital y registros públicos chilenos, rastreó líneas genealógicas, antiguas direcciones y censos. Descubrieron que Julián Vargas no tuvo hijos conocidos, pero sí una hermana menor que emigró a Valparaíso y fundó una pequeña familia. Tras varios días, dieron con la bisnieta de esta hermana, una mujer nonagenaria llamada Isabel Fuentes, que vivía modestamente en un barrio histórico de la ciudad puerto.
La señora Fuentes, de memoria lúcida pero frágil, los recibió con una mezcla de sorpresa y curiosidad. Al mencionar a Julián Vargas, sus ojos se iluminaron con una melancolía profunda. "Ah, mi tío abuelo Julián... Un alma brillante, decían mi abuela y mi madre. Desapareció sin dejar rastro. Siempre fue un misterio en la familia, una herida que nunca cerró. Mi abuela insistía en que 'algo malo le había pasado en Santiago, con gente poderosa'". No tenía documentos directos, pero sí viejas fotografías borrosas de un joven con una mirada decidida, idéntica a la reconstrucción facial de la Dra. Márquez. Guardaba también una pequeña caja con recortes de prensa antiguos, uno de ellos sobre la inauguración de la biblioteca de Athelburg y la prominencia de la familia Aldunate.
"Mi abuela siempre dijo que los Aldunate tenían 'manos sucias' en Athelburg," susurró Isabel, con un tono casi conspirativo. "Pero nunca supe a qué se refería. Solo que Julián estaba involucrado en algo con ellos."
La siguiente parada fue mucho más desafiante. Rastrear a los descendientes directos de Carlos Aldunate los llevó a la alta sociedad santiaguina. La familia Aldunate mantenía su estatus, con influencias en el sector inmobiliario y financiero. El actual patriarca, Don Ricardo Aldunate, un hombre de negocios impecable y de reputación intachable, era el bisnieto de Carlos Aldunate. Solís solicitó una reunión, presentando el caso con la mayor discreción posible.
Don Ricardo los recibió en su imponente oficina del centro, con una mezcla de cortesía distante y una curiosidad palpable, aunque teñida de escepticismo.
"¿Mi bisabuelo, Carlos Aldunate, involucrado en un crimen? Detective, le aseguro que mi familia ha sido pilar de esta nación por generaciones," dijo Don Ricardo, su voz firme. "Carlos fue un arquitecto respetado, un pionero. Esas son viejas habladurías de envidia."
Solís le mostró las pruebas: la reconstrucción forense de Julián Vargas, las entradas del diario anónimo que insinuaban el conflicto, y los escasos pero sugestivos registros del fraude en la construcción. La compostura de Don Ricardo se resquebrajó. Un tic nervioso apareció en su mandíbula.
"Mi padre... mi abuelo," balbuceó, "siempre hubo un 'secreto familiar', una cosa oscura que nunca se nombraba. Un 'error de juventud' de Carlos. Pero siempre se nos dijo que era un lío de faldas, o una mala inversión. Nunca un asesinato." Don Ricardo, visiblemente perturbado, admitió que, aunque nunca se habló directamente de Julián Vargas, la historia del "joven talentoso que desapareció" era una sombra recurrente en las conversaciones familiares, algo que se evitaba y se enterraba. La revelación de Solís era una bomba que no solo afectaba al pasado de su familia, sino a la inmaculada reputación que habían construido sobre un cimiento, ahora se veía, podrido.
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lasombradeathelburg, detective javier solís, el laberinto de los fundadores
Editado: 12.09.2025