La Sombra de Athelburg: El Laberinto de los Fundadores

Capítulo 9: El Encubrimiento Institucional

Con la certeza de que una escuadra metálica de gran formato había sido el arma homicida, y que Carlos Aldunate era el principal sospechoso, Solís y Guzmán se dispusieron a reconstruir los últimos momentos de Julián Vargas y el posterior encubrimiento. La clave residía no solo en el "quién", sino en el "cómo" lograron que un crimen de tal magnitud desapareciera sin dejar rastro durante más de un siglo.

La noche del 15 de noviembre de 1903 era una fecha recurrente en los escasos registros y en la entrada del diario anónimo que hacía referencia a una "discusión acalorada". Esa noche, la construcción del Salón de los Antiguos estaba en una fase crucial, con pocos obreros trabajando en turno nocturno y una supervisión laxa.

Según la reconstrucción de Solís, Julián Vargas, un idealista y un arquitecto brillante, debió haber confrontado a Carlos Aldunate en la obra. Vargas, al descubrir el fraude en los materiales de los cimientos, no solo ponía en riesgo la seguridad del edificio, sino que amenazaba con exponer la corrupción del padre de Carlos y, por extensión, la reputación de la naciente Athelburg.

"Fue una trampa", teorizó Laura. "Vargas debió ir a la obra para reunir pruebas o confrontar a Aldunate directamente. No esperaba la violencia."

La discusión escaló. Carlos Aldunate, impulsado por el miedo a la deshonra, la envidia por el talento de Vargas y la presión de su poderoso padre, debió tomar la escuadra que estaba a mano, quizás de su propio equipo de dibujo o de una mesa de trabajo cercana. Un solo golpe, contundente y fatal. Julián Vargas cayó, su visión de una Athelburg impecable y justa desvaneciéndose en la oscuridad del subsuelo.

El siguiente paso, el encubrimiento, fue el más audaz. El padre de Carlos Aldunate, Don Fernando Aldunate, una figura influyente en la junta fundacional de Athelburg, fue el cerebro detrás de la operación. Utilizando su poder y conocimiento de la construcción, movió hilos.

Solís y Guzmán encontraron la evidencia de esto en los libros de contabilidad secundarios y los registros de obra alterados que Laura había descubierto. Se habían registrado "reparaciones urgentes" y "modificaciones de diseño de último minuto" en el área donde se encontró el cuerpo, justo en los días posteriores a la desaparición de Vargas. Estas "reparaciones" no se correspondían con ningún cambio estructural lógico, sino que se centraban en la creación de la pared falsa y el sellado del nicho donde Vargas fue ocultado.

Además, se documentaron pagos inusualmente altos a un pequeño grupo de capataces y obreros con "cláusulas de confidencialidad" bajo el concepto de "bonos por trabajo extraordinario". Eran sobornos. La universidad naciente, en su desesperación por proteger su fachada de excelencia, había encubierto un asesinato. La desaparición de Julián Vargas se trató como un "abandono de estudios" y su nombre fue discretamente borrado de los registros que pudieran conectar la beca con los eventos.

"El miedo a la ruina, en sus primeros años, los llevó a enterrar no solo un cuerpo, sino también la verdad", afirmó Solís, observando una copia del acta de una reunión del consejo de la época donde se aprobaban "ajustes presupuestarios de emergencia" sin detallar su destino. La firma del padre de Carlos Aldunate, Don Fernando, era prominente.

La sombra de Athelburg era profunda, tan antigua como sus propios cimientos. El caso no solo revelaba un asesinato, sino la complicidad de los más altos estamentos de la universidad en sus inicios, una mancha de sangre que había permanecido oculta bajo el hormigón de la historia, esperando ser desenterrada por una nueva generación de investigadores. La verdad, como siempre, encontraba su camino a la luz.




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